jueves, 29 de diciembre de 2011

Jamon


Esta es la primera navidad que paso fuera de mi país. Usualmente, si viajo en diciembre, suelo planificarlo para el 31, porque el 24 siempre se me ha hecho la fecha familiar, con el tema de los regalos, y las hallacas, y las gaitas y la música de navidad de Los Carpenters y de Mariah Carey. Como escribí anteriormente, las navidades son fechas emotivas para los emigrantes, ya que mientras todo el mundo está planificando sus reuniones, repartiendo quien va a hacer qué, y viendo como hace para comprarle regalos a todo el mundo, los que se fueron están recordando desde lejos el asunto, extrañando a la familia, y los venezolanos, específicamente, pensando constantemente en como ponerle las manos encima a una hallaca. O tratando de hacerlas, que no fue mi caso este año.

Siempre se habla de la fuga de cerebros. En mi grupo de amigos y conocidos, esta fuga fue masiva y contundente. En realidad, ya son más lo que se fueron que los que se quedaron, y de estos, al menos la mitad está en planes de retirada. Sin entrar en las razones por la cual se dio este fenómeno, (pues hablar mal del gobierno a estas alturas es como redun-re-redundante), el hecho es que el grupote de este lado ya está tan grande que se sintió como un geeky Friday cualquiera. Los saludos y conversaciones iniciales fueron bastante similares en todos los casos. “bicho, y que más? Como te está yendo?” “oye, muy bien, al principio me costó un poco pero después que le agarré el ritmo me ha ido del carajo” “y cuales son tus planes?” “bueno, echarle bolas y quedarme aquí como sea!” Todos hemos pasado más o menos por las mismas etapas. Algunos más avanzados en el proceso, otros todavía tratando de determinar su ruta. Un fenómeno interesante que ocurre al salir de Venezuela, es que uno se da cuenta de que las posibilidades se multiplican. Se puede estudiar eso tan específico que por allá ni sueñan con enseñar. Se puede trabajar en prácticamente cualquier cosa porque todos los trabajos, hasta los de sueldo mínimo, dan para vivir bien. Básicamente, es posible reinventarse ya que hay opciones para todos. Creo que simplemente lo que hay que tener es ganas, y capacidad de comerse un cable de vez en cuando, ya que no siempre la cosa es inmediata. Pero lo más importante es aprender a vivir con la nostalgia del hogar y llevarla con un poquito de orgullo. El camaleoncito de prendedor, como quien dice. No es cuestión de negarlo, ni de tratar de anularlo o de olvidarse de la gente y cortar raíces para no sufrir, sino de saber quererlo y de permitir que te recuerde de vez en cuando quien eres, de donde vienes, y a donde vas.

En esta ocasión, fuimos invitados por nuestros amigos que viven en Madrid a pasar la festividad con ellos. La convocatoria se extendió a todos los que se encontraban cerca o en condiciones de acercarse. En consecuencia, celebramos la navidad junto con otros 10 venezolanos y una española. Aunque en realidad, fueron 11 venezolanos, porque nuestra española nos hizo un excelente pan de jamón y tequeños, cosa que ninguno de nosotros sabe hacer, y sabe tantos caraqueñismos y referencias locales como cualquiera de nosotros. También comimos ensalada de gallina hecha por una mamá venezolano-canaria, y tomamos ron Cacique, acompañado todo esto por una deliciosa tortilla española, especialidad del anfitrión venezolano, y por varios kilos del mejor jamón serrano que me he comido en mi vida, junto con otro montón de maravillosos embutidos y patés que estaban, simplemente, excelentes. Como en cualquier reunión latina, nadie estuvo de acuerdo en el tipo de música más adecuado, así que se desarrolló el típico playlist que empezó con merengue, pasó por salsa, luego por las gaitas más maracuchas del mundo, un poquito de reaggeton porque no lo nieguen, les gusta, un período de salsa brava que pasoneó a todos, tecno para levantarlos, rock pesado, salsa de nuevo.  Y como en cualquier reunión de mi generación, nadie bailó, pero todos movíamos el rabo sin pararnos de la silla.

Fue un 24 inolvidable por varias razones. Yo me había imaginado que nuestra primera navidad lejos iba a ser solitaria. Sin embargo, nos sentimos tan bienvenidos y tan bien atendidos, que fue como estar en casa. Fue también la primera vez que nuestras familias y nosotros tuvimos que enfrentarnos a la logística de la llamada con la diferencia de horarios. “Si los llamo a las 12 las líneas van a estar colapsadas, pero su 12 es mi 6 y mi 12 es su 6, así que la sincronización es terrible y mejor hablemos ahora que todavía nos podemos escuchar.” Y finalmente, porque fue como vernos en un espejo, ya que todos los que estuvimos ahí nos fuimos por las mismas razones y extrañamos las mismas cosas. Pero lo que vi en el espejo me gustó, porque se respiraba un aire de tranquilidad general, que solo era perturbado de vez en cuando por el grito “es hora de un Jaggermeister!!!”

Gracias chicos por tenernos este año, y gracias a los que atravesaron el país para pasarlo con nosotros. El año que viene, la navidad es romana, y se comerán hallacas, prosciutto crudo, pernil, y tiramisú. 

Los queremos.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Cocosette para el alma


Homesick es una palabra que creo que no tiene equivalencia perfecta en español. La traducen como "nostalgia", pero el hecho de incluir la palabra home me hace pensar que se refiere específicamente a la nostalgia del hogar. Siempre me había preguntado como se sentía eso: ¿ganas horribles de llorar? ¿un nudo en el corazón? ¿o en el estómago? o... ¿unas ganas chiquitas de llorar, todo el tiempo? Me preguntaba también... ¿y como te las quitas? ¿te las quitas alguna vez? Una de las preguntas más difíciles que me tuve que hacer cuando me fui de mi país fue esa. ¿Es que vale la pena cambiar una cosa por la otra? ¿Qué es más importante? Eventualmente, me di cuenta de que no tenía respuesta para ninguna de las preguntas que me estaba haciendo y más bien las preguntas generaban más preguntas. Finalmente, decidí que para saber si podía sobrevivir el homesick tenía que entenderlo primero.

Pues una vez aquí creo que ya puedo empezar a entender qué significa. Yo se que no ha pasado tanto tiempo, pero créanme: las navidades no ayudan. No es un dolor insoportable, ni unas ganas de llorar que no se te quitan nunca. Es como una cosita chiquita que tienes agazapada en un rinconcito. Imagínense un camaleoncito. A veces anda por ahí relajado, durmiendo, y se confunde con el resto y ni te acuerdas que está ahí. En ciertas ocasiones, aparece y te da un lengüetazo certero que te deja un poquito mareado y asustado. En esos momentos es que yo me me pongo toda filosófica a reflexionar si está bien lo que hicimos, cuales son las cosas importantes en la vida, qué tipo de persona soy por armar mi sistema de valores de esta manera y no de otra, y entro en un espiral analítico rarísimo del cual casi nunca saco una respuesta, porque todo es subjetivo y depende del cristal con que se mire y toda esa paja. Me consuelo pensando que no soy la primera que lo hace, me acuerdo de que la mayor parte de mi familia y amigos ya hicieron lo mismo, y que de los que quedan, muchos están o en proceso o en análisis. Trato de acordarme de que la mayoría de los que se fueron sobrevivieron y están bien. Pero no importa cual sea mi argumento, al final, el camaleoncito queda ahí vibrando en la boca del estómago, maripositas tristes que me dan ganas de llorar, porque extraño mucho a toda mi gente. Tratando de aplacarlo, le doy un poquito de moccacino di nocciola a mi camaleoncito con un pedacito de cocosette, lo pongo a jugar con mi gato un rato, y me voy a pasear por mi hermosa ciudad. Eso lo calma por unos días, hasta que me ponen alguna triste canción navideña que me hace llorar por diez minutos seguidos y me deja moqueando las próximas dos horas.

Sin embargo, y a nuestro favor, escogimos bien nuestro destino. A pesar del frío horroroso que empezó a hacer ayer en la tarde (no ha parado de llover en tres días y hay una brisa muy fuerte que bajó la temperatura más de 10° de golpe), Roma es una ciudad que ayuda a olvidar las penas. Algunos podrían decir, basado en todo lo que he escrito y publicado hasta ahora, que te las hace tragar, pero no es solo la comida lo que la hace encantadora. En este momento, me veo en la obligación de aclararles que de Venezuela lo que extraño es a mi gente: mi familia y mis amigos, los viernes en la noche, las arepas de arepera (porque arepa casera comemos cuando nos da la gana), los perros de Las Mercedes, Puerto La Cruz y a mi carro. De resto, a Caracas no la extraño ni un poquito. No extraño la violencia ni la hostilidad de sus habitantes, ni la sensación constante de peligro. No extraño las colas, ni el terror que le tenía a la lluvia por su impacto en el tráfico. No extraño que se me coleen en todos lados, ni los motorizados, ni a la policía, ni al gobierno metido hasta en mis pantaletas, ni la frustración de tratar de hacer cualquier cosa en esa ciudad y no poder. No se como será este año, pero hasta el año pasado, yo había contado once diciembres sin sentir realmente que era navidad. Entre elecciones, amenazas, secuestrados, y la peladera de todo el mundo, es como difícil mantener el ánimo festivo por más de dos días. A mí que me encanta comprar regalos, también eso se me había vuelto terrible: entre que no hay nada y lo poco que hay está carísimo, luego no me provocaba ni envolverlos. 

Aunque este año mi arbolito no tiene casi regalos abajo, y mi familia y mis amigos están muy lejos, mi espíritu navideño no está tan alicaído como pensé que iba a estarlo. Mi arbolito de navidad, por primera vez, es natural. Mi casa huele a pino, sobre todo en la mañana. Es un arbolito mínimo, porque tuvo que ser traído en un carrito de mercado de esos de viejitas desde muy lejos, en tres autobuses. Es tan pequeño que aún cuando está adornado por detrás y hasta por debajo, nos sobraron la mitad de los adornos que optimistamente le compramos. Tiene una hermosa estrella plateada totalmente desproporcionada en la punta. No es fashion ni cool: es super navideño. En las noches, y sobre todo los fines de semana, vamos al centro a ver las decoraciones. Aquí la gente es amante de lo tradicional: ellos aman sus arbolitos verdes con lucecitas, sus monumentos de mármol clásicos, y su comida italiana. Si les cambias cualquiera de estas cosas se molestan y arman unas pataletas horrorosas. Este año, algún creativo trató de pensar fuera de la caja y quiso hacer algo especial, por lo que decidió cambiar el arbolito de la Piazza Venezia, uno de los símbolos locales de la llegada de la navidad, por un cono plateado decorado con una guirnalda con los colores de la bandera, que casualmente, son también los de la navidad. En dos días tuvieron que desmontar el arbolito y montar uno natural, tal fue el berrinche que armó la gente. No me dieron ni tiempo de verlo. Acoto que este arbolito está frente al monumento a Vittorio Emanuele, que tampoco les gusta porque se sale de lo convencional romano (aunque a mi me encanta y siempre que paso por ahí lo miro como si fuera la primera vez). Las calles están llenas de adornos y de luces, y no solo las del centro. Incluso mi urbanización, por más botada que está, tiene adornos enormes de estrellas y arbolitos. En todas las plazas hay ferias de navidad, en la mayoría de las tiendas hay muñecos y ofertas, y hasta la ropa es navideña. Los centros comerciales están inundados de gente, todo el mundo con bolsas y helados en las manos. Se quejan de la crisis, y viven en una sola berreadera de que así no se puede vivir, pero caramba, que bien viven.

Una de las cosas que más afecta al que se va es saber que en el sitio de donde salimos, la vida continua, estés o no estés. Afortunadamente, decidí vivir en la época de la informática, y por más que critiquen a Facebook y a Twitter, el hecho de poder seguir más o menos la vida de mi gente me ayuda a no sentirme tan alejada de todos. Reconozco que, aunque me encanta contar como es todo aquí y lo que hemos aprendido y los tortazos que nos hemos dado, me gusta aún más que me cuenten que están haciendo todos, aunque sean las rutinas neuróticas diarias de los caraqueños. Odio cuando me contestan "bueno, aquí, lo de siempre, y tú?" porque ya mi parte la sé, yo quiero que me cuenten la que no sé porque no estoy ahí. Mi camaleoncito y yo agradecemos la existencia de Blackberry, Google Talk, Skype, Ventrilo, FB chat, Whatsapp, y TheSimsSocial. A veces, hasta mando a la gente a leer mi blog, para no tener que contar todo y más bien aprovechar para que me cuenten a mi. 

Afortunadamente, mi camaleoncito no es tan difícil de complacer, sobre todo cuando nos mandan de regalo de navidad una maleta cargada de ron, chucherías y amor, y aunque hay días en que anda enfurruñado y sentimental, hay otros en que ronronea satisfecho en un rinconcito.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Don Pascuale y el acordeón


Es obvio que cuando uno se muda de país, las cosas van a ser diferentes. Es un idioma distinto, civilizaciones distintas, formas de pensar distintas. Pero las diferencias que uno se imagina son las obvias. En mi caso, nunca pensé que las pequeñas cosas que se hacen de otra manera son las que verdaderamente podían complicarme la vida.

Pongamos un ejemplo sencillo: la electricidad. Todos sabemos que del lado de allá se usa 120 V y del lado de acá, 220 V. Cuando estás del lado de allá reflexionando acerca de ese dilema, lo resuelves fácilmente: "Bueno, obviamente mis electrodomésticos se tendrán que quedar". Pero cuando llegas, resulta que no es tan simple como comprar electrodomésticos nuevos y comprarle adaptadores a los que se pueden usar: las paticas italianas de los enchufes tienen tres estilachos. Unas vienen con dos palitos flaquitos, otras con tres palitos flaquitos, y otras con dos palitos gorditos. A eso, agréguele las demás paticas europeas, que vienen con otros sabores y sus correspondientes adaptadores. Aparte, los enchufes son inmensos, como del tamaño de una mandarina. Esto hace las dimensiones de las regletas desproporcionadas. Hay que CALCULAR el espacio para poner una regleta, porque con frecuencia simplemente no tienes donde meterla. No solo eso: las regletas pueden venir con las paticas gordas, mientras que el enchufe puede tener los huequitos delgados, y si no te percatas a tiempo de eso, como la servidora aquí presente, puedes terminar con una regleta conectada a la pared con un adaptador, de la cual salen tres o cuatro cables, cada uno con un adaptador diferente, y una lámpara de IKEA con un enchufe desproporcionado a su tamaño. Todo esto yaciendo plácidamente a un lado de la cama. La ventaja de esto es que uno se siente acompañado por una especie de San Bernardo eléctrico, que te cuida en la noche y ladra si alguien lo pisa.

Todos mis aparatos eléctricos tienen un adaptador, cosa que francamente no entiendo, ya que prácticamente todos los compré en Italia. Quizás es una paradoja de adaptación.

Otro caso que encuentro francamente irritante es el hielo. Los venezolanos somos como los norteamericanos: generosos con el hielo. Quizás es porque tenemos calor más o menos el 80% del año, o porque tenemos agua que jode, pero en verdad, el hielo es algo que nunca falta en ninguna casa. Nuestras neveras vienen con hieleras incorporadas. En cualquier esquina hay algún negocio que te vende el hielo en bolsas inmensas. La curdita te la venden en combo con vasito de plástico, Coca Cola, y hielo. Si uno se sale de alguno de estos dos países, ese paraíso refrescante desaparece. Yo recuerdo que cuando viajaba a Colombia, en el hotel se me quedaban mirando como si fuera una loca, porque pedía jugo de naranja natural y me servía un vaso lleno de hielo hasta el borde, y me lo iba tomando felizmente, mirando desafiante a la gente a mi alrededor. Lo mismo me pasó en el resto de Latinoamérica. En Europa la cosa no cambia. Aparte que la palabra hielo en italiano es dificilísima de pronunciar: ghiaccio, que se pronuncia algo así como que yiakshio, aunque yo siempre la digo diferente, así que normalmente tengo que hacer la pantomima y el sonido "tin tin tin" para que me entiendan. Después de varios guiashio, yiacho, gacho, dicen "aaaaaah", y me entregan un vaso con dos hielos y una cucharita. Como si fuera un postre. Por otro lado, si uno quiere hacer hielo en casa, pues tienes que recorrerte varios chinos-vende-tutti para ubicar una hielera medianamente decente, pues en la mayoría de los casos, lo que te ofrecen son bolsas de plástico que por dentro tienen huequitos en forma de pelotas, que las llenas con el grifo y son de un solo uso. O unas hieleras mínimas que debes servirte toda la bandeja para satisfacer una pobre cocacolita. Y nadie, nadie, te vende una bolsa de hielo.

Otra cosa que complica notablemente la logística, sobre todo para los que todavía andamos a pie, es el tema de las bolsas. Irónicamente, te venden bolsas y cajas desechables por todos lados y por cualquier motivo. Paquetes de bolsas de basura en los más ingeniosos tamaños y empaques. Bolsitas especiales para botar la arena del gato o para recoger la pupusera del perro en el parque. (Que por cierto, asumo que los productores de estas bolsas deben estar quebrados). En IKEA venden las cajas para mudanzas en 1 Euro. Y consecuentemente, cuando haces una compra en un supermercados o en un negocio, las bolsas también te las venden, y a menos que digas expresamente que quieres una, no te dan. Esto nos generó una confusión horrorosa los primeros días, ya que pensábamos que uno tenía derecho a una bolsa por compra, porque en algún momento del proceso de bolsa preguntan: "bolsa?" y uno ve a su alrededor y hay 15 productos tirados en el mostrador, y responde "Si", pero con cara de "De bolas", y te dan UNA. Perplejos, la primera vez metimos lo que pudimos en esa bolsa, y suplicamos por una segunda que nos dieron a regañadientes. Terminamos cargando un corotero en las manos, produciendo así el viaje a la casa más incómodo hasta la fecha. Luego entendimos que podías pedir más de una pero pagándolas, y cuando me acuerdo, cargar conmigo uno de esos bolsos que se hacen una pelotica, que en el tercer mundo no se entiende su propósito, pero en el primero si. Hoy mismo me pasó: me distraje en el momento de la temida pregunta y salí con dos Coca Colas debajo del brazo. 10 centavos vale una bolsa en un supermercado.

Aunque no es caro, es como extraño pagar esos diez centavos. Lo mismo que cuando pides ketchup y mayonesa en Mc Donalds y te cobran 20 centavos por cada uno. Los pago, no me quejo, pero siempre me da como una sensación de que acabo de hacer algo a la vez tonto e inevitable.

Otro caso extraño y digno de mencionar es el del transporte. La cuestión funciona en una base de confianza. La gente se puede montar por cualquier puerta del autobús o del tren, (el metro funciona como cualquier otro, pero olvidémoslo, ya que es una triste cruz en el centro del mapa), y marca sus tickets en las maquinitas que se encuentran distribuidas a lo largo del transporte. "Bib-bip". Como es muy fácil disfrutar de viajes gratuitos, ya que el conductor del tren no se ocupa de los tickets, tienen implementado un sistema de vigilancia de "Terror-Random". Es decir: de manera aleatoria, se montan en algún autobús un grupo de entre 3 y 10 trabajadores de Atac con camisitas azules y empiezan a pedirle los tickets a la gente. Si no tienes o no lo marcaste al montarte, te ponen una multa. Esta es de 50 Euros si la pagas en el momento y de 100 si la pagas diferida. Me cuentan que de que la pagas, la pagas. Aunque seas turista: te llega luego por correo a tu casa, y tu consulado local se encarga de cobrártela. Ya he visto las temidas patrullas cuatro veces, siempre en horas pico, incluyendo los fines de semana. Si tratas de correr o te resistes, te hacen una rueda de pescado y te bajan, incluso a la fuerza. A un amigo lo agarraron así. Veníamos todos en el autobús, repleto de gente, y a él se le había olvidado meter el ticket. Le explicó esto al empleado, quien le contestó, muy amablemente: "yo entiendo que a tí se te haya olvidado, sobre todo porque eres turista, pero mi trabajo es recordártelo y que no se te vuelva a olvidar". La última vez casi fui yo la multada. Resulta que los tickets no los venden en las estaciones ni en los autobuses, sino en tabaquerías o en kioskos. Pero recordemos que a las dos de la tarde, todo eso está cerrado, y yo necesitaba llegar al centro. Adivinen: iba al banco. Así que decidí tomar el riesgo y comprarlo más adelante, cuando viera algo abierto. Para mi mala suerte, ese fue el autobús que decidieron verificar. Mientras yo mirada aterrada, con mis euros palpitando dentro de la cartera, como se iban acercando a mi, el autobús se detuvo en una parada, y yo dije "permesso", como si fuera una doña de la high, y me bajé, con todo el flair y la elegancia a los que le pude echar mano. Del tiro, ahora cargo un montón de tickets en la cartera, solo para evitar esos momentos desagradables.

El otro día salí, nuevamente, a comprar un adaptador y una extensión, ya que los anteriores no me funcionaron por no percatarme de lo gordito de las patas. Mientras regresaba de la tienda, rumiando lo ilógico del asunto, venía viendo a la gente en mi calle, que siempre están muy alegres y se saludan como en las películas italianas viejas: "buon giorno signorina!" "buon giorno, Don Pascuale!!!" con gritos, sonrisas, y el extraño doble beso en los cachetes comenzando por el izquierdo (o sea, dos veces al revés que nosotros), y me fijé que los dos que se saludaban en ese momento tenían cada uno una bolsita con luces de navidad y adaptadores. En ese momento empezó a sonar un acordeón con una canción bellísima de una ventana a un lado de la calle. La escena fue tan rara y tan simpática, que inmediatamente me dieron ternura mis adaptadores del tamaño de una naranja, y cuando llegué a la casa, los sumé felizmente al San Bernardo al lado de mi cama.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Dulce Madre María


Resulta que llevo años quejándome en vano. Y si hay algo que me saca la piedra es quejarme en vano. En todos los años en los que me vi obligada a usar los bancos venezolanos, nunca salí satisfecha. Siempre fui fiel usuaria del sistema bancario motorizado, (es decir: le daba mis depósitos y diligencias al motorizado de la compañía para que me hiciera la segundita), o del online (ese que se te bloquea porque lo usas mucho, porque lo usas poco, o porque el internet estaba lento), y aún así, las pocas veces en las que tenía que ir al banco personalmente, por ejemplo, para las maravillosas diligencias de CADIVI, salía arrecha y armando peo. "¿cómo es posible...?" (fill in the blank).

En solo un año me clonaron la misma tarjeta de débito de mi cuenta de nómina tres veces. Y cuando llegaba al día siguiente a la oficina y decía "¿saben que me volvieron a clonar la tarjeta?", repicaban seis o siete personas alrededor mío "a mi también!!!". Al sacar cuentas, resulta que a la mitad de la nómina de la empresa le sacaban el dinero incluso antes de saber que lo tenían depositado, cantidades exorbitantes que nosotros mismos no podíamos sacar aunque quisiéramos por los "sistemas de seguridad" del banco, los cuales, aparentemente, solo servían para que no nos gastáramos la quincena tan rápido, porque de seguros, nada. En múltiples ocasiones, y esto es otro banco diferente al anterior, pasé hasta dos horas en una cola que simplemente no avanzaba, y cuando reclamaba, resulta que mi ticket había salido en una cola fantasma que no existía y nadie se podía explicar por qué pasaba esto. Eventualmente reclamé tanto tantísimo que mi tarjeta fue pasada a VIP y me pasaban casi directo. Obviamente, esto pasó tres meses antes de irme a vivir a otro país.

Los trámites de CADIVI, desde el primero hasta el último, fueron siempre insufribles. Que si no me gusta este color de separador de la carpeta. Que si cortaste la etiquetita fuera de la línea y estás raspada en Tijerita 1. Que si escribiste en azul y era en negro. Que si escribiste en negro y ahora es azul. Que si te falta un medio en la cuenta para el avance de efectivo. Una vez me dijeron: "ven a buscar tu adelanto de efectivo el día tal" (si señores del exterior, los venezolanos tenemos que suplicar para que nos den 400 dólares en efectivo una vez al año, en tiempos justísimos y con múltiples demostraciones de nuestra buena fe con esos reales), y cuando fui el día tal, me dijeron que no habían dólares, que ven mañana. Fui mañana otra vez, y tampoco. Fui pasado, (y hablemos de que ya van cuatro horas de cola), y me dicen: "ah, disculpa, es que tu carpeta presentó un errorcito en el sistema", y después de hablar hasta con la ex-esposa del gerente del banco, me salieron con que realmente mi fecha de buscar los dólares era una semana antes y que ya los había "perdido", que los habían regresado al Banco Central porque nadie los fue a buscar. Espero que la maldición gitana que les eché siga surtiendo efecto y que todos esos desgraciados sigan meándose encima cada vez que escuchen la corneta de un carro.

En otro banco, diferente a los dos anteriores, el año pasado implementaron un sistema de seguridad telefónica que es tan bravo, que ni yo misma puedo acceder a mi información. Si quieres saber algo básico e inofensivo, como digamos, tu estado de cuenta por vía telefónica, tienes que pasar por una serie de preguntas que te dejan agotado. Es como ser interrogado por Jack Bauer. "¿Has pagado en una farmacia con esta tarjeta en los últimos 43 días?" "¿el nombre de tu gato tiene relación con el password que introdujiste hace 8 años?" "¿has ido a algún restaurante en el que se venda algún tipo de pasta en los últimos 6 meses, y cancelado con esta tarjeta?" Por lo general mi respuesta es: "no me acuerdo!" "no estoy segura!" "ya va, déjame pensar!", y al final te dicen: "Lo lamentamos mucho pero sus respuestas no fueron satisfactorias". Al cuarto o quinto intento usualmente lo lograba, y ya en este momento estaba sentada frente a un té de valeriana y el periódico, y francamente, ni me importaba cuanto debía.

Cuando decidí mudarme a otro país, particularmente dando el salto oceánico al primer mundo, pensé que había llegado a un paraíso bancario, en el cual la gente no espera ni desespera, donde te atienden con cariño y las cosas fluyen suavemente hacia un futuro hermoso y libre de estrés.

Para esto tendría que haberme ido a algún sitio donde el dolce far niente no fuera tan apreciado. ¿Se acuerdan lo que les dije que a los italianos les encanta detenerse a oler las flores? Pues resulta que los bancos acá están repletos de ellas. En primer lugar: nada de aparecerse con una emergencia en un banco. Eso simplemente no se estila. Aquí nadie tiene emergencias, nunca, aparentemente. Para que te atiendan en un banco tienes que tener un appuntamento. Es decir: una cita. La cual nunca te dan para el mismo día, por cierto, y tampoco para el siguiente. La gente tiene que prever sus emergencias con dos y tres días de anticipación. Puedes llegar a un banco que está completamente vacío, donde la gente mira aburrida un punto en el escritorio, y te dicen: "¿tienes cita?", y ya automáticamente los venezolanos estamos jodidos, porque esto de pedir una cita para resolver en un banco simplemente no se nos da muy bien. En ciertos casos te atienden, sobre todo cuando saben que eventualmente pueden decirte que no, pero siempre muy atentos a la hora de salida. Si se te ocurre llegar digamos... media hora antes de que cierren, te miran con cara de disgusto, como si estuvieras cometiendo una indiscreción, y miran el relojito que nunca falta en ningún banco. Te atienden advirtiéndote que si la cosa dura mucho tiempo, pues tendrás que pedir tu cita como cualquier mortal. Incluso encontramos un banco que tenía un letrero encima de la máquina que entregaba los números, que decía que si llegas cercano a la hora del cese de operaciones, simplemente no te iban a atender. (Premio a los Cara'e Tabla del circuito bancario).

Por si esto fuera poco, aquella simpatía natural del italiano, que hasta los empleados públicos la despliegan, parece desaparecer en la entrada de los bancos. Son ambientes estériles y hostiles. Y ahora que es invierno, super calientes. Uno entra en una especie de shock térmico cuando pasas la entrada, que es tipo "Beam me up Scottie", y empiezas a quitarte desesperado el poco de trapos que cargas encima. Cuando finalmente te sientas en un escritorio, tienes un montón de cosas en las manos, los cachetes rojos, y puntitos de sudor en la nariz, y te encuentras con un señor o una señora que te miran completamente serios, y comienzan todas las frases con algún tipo de negación y la boca fruncida hacia un lado.

En una ocasión fui a un banco que se publicitaba como "los amigos de los inmigrantes". Supuse que siendo tan amigables, pues serían más comprensivos con el tema de la falta de documentos definitivos, o con el idioma. En ese banco esperé tres horas, viendo desesperada como el chino que atendía en un escritorio y el filipino del otro atendían cada uno a una sola persona. Los dos emparejaron sus respectivos documentos al menos doce mil veces, dándole tres veces contra el escritorio, tac tac tac, y luego de lado, tac tac tac. Sacaban una hoja, y a emparejar otra vez. Tac tac tac, tac tac tac. Grapita. Quitar grapita. Tac tac tac. A la tercera hora, estaba que me trepaba por encima del escritorio, les rompía sus benditas hojas en tres mil pedazos y les gritaba "empareja esto chino del ....". Al final, después de un supremo esfuerzo de paciencia, y mientras mi cerebro gritaba "es que ni siquiera en Banesco he tenido que esperar TANTOOOOO", me atendieron. Y en menos de dos minutos me indicaron con una sonrisa (supongo que por eso se dicen "amigos del inmigrante", porque son amigables) que necesito hasta carta de trabajo para abrir una cuenta de ahorros. Salí tan cansada que me fui a comer helados.

En esa espera larguísima estaba conversando con mi esposo por el celular, quien se moría de la risa con mis ataques de histeria, y al final me citó Let It Be de Los Beatles: "When I find myself in times of trouble, Mother Mary comes to me, Speaking words of wisdom: let it be". Y un rato despúes, me manda un último mensaje, que me hizo salir del banco riendo: "El problema es que Mother Mary doesn't do banks".

lunes, 21 de noviembre de 2011

Cold Feet


El tema de la temperatura de este lado del mundo es algo que como venezolana, nunca había analizado en detalle. En Caracas, para los que no lo saben, las temperaturas a lo largo del año prácticamente no varían. Digamos que oscilan entre 20 y 35 °C: es decir, siempre hace más o menos calorcito. En las noches refresca. En Diciembre y Enero hace menos calor, y no importa la época del año, llueve. Hay unas épocas en las que llueve muchísimo, y otras en las que llueve menos. Han habido años donde hablan de sequía porque pasaron tres meses sin llover, pero luego compensa lloviendo todos los días, hasta que se caen las montañas sobre la gente, las casas ruedan valle abajo, y los carros flotan panza arriba en las autopistas. Las gotas son gordas y tibias, todo se inunda, y la cola se multiplica exponencialmente. Además siempre llueve a la hora de salida del trabajo, o un poquito antes, solo para que los caraqueños seamos serios. Es decir: mi guardarropa siempre es el mismo, quítale o ponle algún suéter o chaqueta ligera, olvídate de sobretodos o botas, y una cobija gruesa y otra delgada es suficiente para cubrir los doce meses del año. Lo más extremo es tener un airecito acondicionado, puede ser de esos portátiles, o un buen ventilador.

Viviendo de este lado, donde las estaciones si existen, la cosa es muy diferente. Resulta que a mi me agarró de entrada el cambio de estación, de lo cual no me enteré hasta que un día salí de un centro comercial en el que había pasado el día felizmente haciendo window-shopping, y me encontré con que la temperatura afuera había bajado diez grados de golpe, para lo cual yo no estaba en lo absoluto preparada. Tuve que empezar a estrenarme mis humildes compritas, y aunque parecía la loca Luz Caraballo, aún no era suficiente y tiritaba miserablemente mientras esperaba el tren. Los siguientes días, empecé a salir abrigadísima, y de pronto me empecé a encontrar en la situación contraria: sudando como loca, y sin nada que poder quitarme de encima. Vuelvo a salir destapada, y de nuevo, a congelarme ante otro bajón repentino de la temperatura. Me dicen que este año, se retrasó todo: el verano se juntó con el otoño y el invierno entró tarde. Cuando dejó de ser otoño y empezó a ser invierno, no tengo ni idea. Por qué le dicen otoño si estaban haciendo como 40°C, tampoco lo entiendo. Solo se que un día se hizo de noche a las seis de la tarde y un par de días después descubrí que mi reloj estaba atrasado. Primero pensé que me habían estafado con la pila que le cambié recientemente, pero luego inferí que habían hecho el cambio de la hora y yo como de costumbre, no me enteré.

El invierno, que aún no ha entrado del todo y que me amenazan constantemente que en enero y febrero va a ser mucho peor, requiere una logística loquísima que yo, como animal de sangre tibia que soy, nunca había tenido que analizar. Un día me aparecieron dos técnicos en el apartamento hablándome de que era hora de encender el riscaldamento (la calefacción), y que tenían que chequear que mi sistema funcionara. Desde ese día en adelante, los calentadores hacen un ruidito de cascada que antes no hacían, pero solo en la noche. Después de preguntarle a todo el que me pasaba por delante como funciona la cosa, logré desenmarañar lo siguiente: la calefacción solo funciona entre noviembre y febrero, entre las 9 de la noche y las 6 de la mañana, funciona a gas, el gas es caro pero más barato que la electricidad, y se paga al final del invierno un monto que es el gasto sorpresa del año, que puede rondar entre los 200 y los 600 euros, de acuerdo al julepe que le hayas dado a tus calentadores.

Los que venimos de la zona ecuatorial nos encontramos con ciertas sorpresas que nunca habíamos considerado en nuestra logística diaria. Por ejemplo, cuando te acuestas a dormir las sabanas parecen recién salidas de la nevera. O en el piso, que se pone como un hielo. O que la poseta está tan fría que parece que te quemara las nalgas. (El chillidito de cochino al sentarse es impelable e involuntario). O que si te pones unos zarcillos largos, luego cuando caminas sientes que un hielo te está rebotando en la cara. La nevera tienes que subirle la temperatura, pero esta conclusión la sacas el día que sacas todos tus vegetales congelados, y los huevos explotados dentro de sus cáscaras. La leche es helado y la Coca-cola es raspado. Irónicamente, el hielo es lo único que no se hace y siempre sale una especie de baba congelada que da asquito.

Para dormir, en esta época la gente no usa cobijas normales sino plumones. Para los no informados, un plumón es una cobija rellena de plumas que pesa como 50 kilos, el cual lo cubres con una funda inmensa que se llama duvet y tiene la practicidad de poder ser lavada ella solita. Estando en IKEA, tienda que me encanta y a la cual voy cada vez que se me ocurre una excusa, me doy cuenta de que los plumones vienen con algo llamado "grado de calor", y están graduados entre el 1 y el 6, siendo el 1 el más delgadito y barato, y el 6, el más gordito y caro. Como buenos exagerados que somos, y haciendo un análisis precio-valor etc., compramos el 6, por si las moscas. Pues resulta que para estos venezolanos muertos de frío, el 6 es apenas suficiente para el comienzo del invierno. Me veo en febrero con 100 kilos de plumas encima y el calentador a toda mecha.

Otra cosa que hay que tomar en cuenta es la logística de las salidas, ya que entre el momento en el que se sale y el que se regresa, el tiempo no se mide en minutos sino en grados: cuando sales de la casa a las 5 de la tarde hacen unos cómodos 17°, pero cuando regresas a la una de la madrugada, hacen 8°. Con 100% de humedad, además. Así que los 8 se sienten como 4, y aquella Vanessa que no podía subir escaleras en Caracas porque se cansaba, ahora trota 12 cuadras como si nada, pensando en una taza de moccachino y en el maravilloso plumón que gracias a Dios compré con nivel de calor 6. Anoche descubrí que como alternativa al café, al chocolate caliente y al plumón, existe el limoncello. Yo sé que esto de tomar curdita para entrar el calor es más viejo que cagar sentado, pero la verdad es que nunca me había parecido tan obvio.

A esto hay que agregarle el tema de los guardarropas: tienes que tener al menos dos sets de prendas combinables, uno para el calor y el calor horroroso, y otro para el frío y el frío horroroso. Es cuestión de ir agregando y restando piezas a medida que se mueve la bolita de mercurio hacia arriba o hacia abajo. A mi en lo particular me encanta, pues me da la oportunidad de usar un montón de cosas que en Caracas son impensables. Botas hasta las rodillas, chaquetas y sobretodos, bufandas, guantes y medias de lana: el look invernal se me da muy bien. Mientras esto está en rotación, hay que buscarle un sitio a todo lo demás. Cuando se acaba el invierno, todas estas cosas, comenzando por el plumón, tienen que ser almacenadas, para lo cual los señores tienen una cantidad de cosas ingeniosísimas, como bolsas de plástico que tienen una bombita para extraerles el aire y guardar las cosas en un tercio del volumen original, por ejemplo.

Hasta ahora no hemos vivido el peor frío romano. Ya les contaré en febrero si estamos como el maracucho en Colorado, matando venados. Por los momentos, puedo decir que el mejor consejo que hay, aparte de usar bloqueador solar, es el de nunca dejar que se me enfríen los pies...

jueves, 10 de noviembre de 2011

Dolce Far Diabetes



Como venezolana, estoy acostumbrada a la vida dura y complicada. Viniendo del país de las pequeñas alegrías, aquello del hedonismo y la sensualidad (en el sentido no-sexual de la palabra), no se me da muy bien. Yo no sé cómo detenerme a oler las flores. Si lo hago, me da alergia y tengo que salir corriendo a buscar un Decadron. Y como caraqueña además, voy pendiente de que no me jodan en la farmacia, de que me atiendan rápido, (“¿por qué esa tipa se tarda tanto?!”) y de que no se me coleen para pagar. Siempre estoy apurada, siempre siento que estoy tarde, que me están esperando en otra parte, que la vida se me está escapando entre los dedos, que tengo que hacer doce mil cosas más, y me cuesta mucho relajarme y dedicarme simplemente a pasar el rato.
Resulta que la vida en Italia parece ser la antítesis de Vanessa. Aun viviendo en Roma, que es la capital del Imperio, que es caótica y desorganizada y hermosísima, que tiene medio millón de inmigrantes que son un desastre, que tiene miles de turistas estorbando por todos lados, puedo sentir que la gente va a una velocidad mucho menor que la que yo estoy acostumbrada. No me malinterpreten: no es que la gente va ahuevoneada como en el llano. La gente camina apurada todo el tiempo, y manejan como si llevaran a un moribundo al hospital. Corren tres cuadras para alcanzar un autobús, y se levantan del asiento dos paradas antes para bajarse rápido. Sin embargo, tienen una capacidad de disfrutar los placeres de la vida que yo no conocía.
Por ejemplo: cuando uno en Caracas quiere tomarse un café, normalmente te vas a ese local que está en un punto relativamente céntrico, que tiene estacionamiento, donde te atienden más o menos bien (porque decir bien es mentira, eso simplemente ya no pasa), y donde el café es medianamente aceptable pero sirven unas tartaletas de fresa riquísimas. Para esto tienes un rango de tiempo que seguramente está contabilizado: llego a las 6 directo del trabajo, y me voy tipo 9 o 10 porque hay que esperar que baje la cola y tengo que hacer sopotocientas cosas al llegar a mi casa. Aquí, la cosa es distinta. En primer lugar, en cualquier esquina te consigues con una pastelería/bar que sirve un café memorable. De estos sitios, por lo menos la mitad se especializan en algo que es un gustazo para el paladar, como por ejemplo unas tartaletitas de fresa rellenas de crema batida especial que solo hacen en este local, o unos cornettitos de hojaldre con nutella, o un helado de nutellini simplemente espectacular, o unas galletitas saladas rellenas con champiñones y chorizo que son para morirse. Luego, cuando te atienden, lo hacen por lo general con bastante gusto, (siempre hay algún amargado que echa a perder las estadísticas pero no son la mayoría), y con bastaaaante paciencia. Te sirven tu cappuchino con un dibujito, te dan la galletita en un platico primoroso, te echan broma porque eres “spagnolo”. Luego de que estás servido, puedes básicamente quedarte a vivir allí, así hayas pedido un café y un agua mineral, sin gas por favor. Nadie va a venir a decirte que si no consumes te vas, ni a preguntarte diez veces si quieres la cuenta. Eso sí: si andas apurado, prepárate para sufrir.
El tema de la comida es un poco espeluznante, sobre todo para los gorditos que hemos vivido nuestras vidas al pie del cañón con el tema de la dieta. Yo entiendo que de vez en cuando hay que tomarse unas vacacioncitas del frente de batalla y visitar a los viejos amigos, pero caramba, acá es como que te manden a Disney con todos los gastos pagos y te digan “cuando quieras volver a Vietnam me avisas”. En primer lugar, desayunan dulce. Un café con algún carbohidrato super-complejo. Una dona cubierta de azúcar, un cachito relleno de nutella, un pedazote de torta. Es difícil conseguir salado en las mañanas, ni siquiera un sanduchito. Con esa bomba en el estómago, no es de extrañarse que salgan muertos de hambre al mediodía, hora en la que se comen un primer plato, compuesto generalmente de pasta o pasticho, (una porción bastante decente), y luego un segundo plato, en el que vienen las proteínas, por lo general carne, pollo o chorizos con papas o vegetales. Y al final, un café. Obviamente, esto hace que la digestión sea eterna, así que ellos tranquilamente cierran sus negocios a la una y los vuelven a abrir tipo cuatro de la tarde, sin apuro.
Pero es que lamentablemente para la dieta, la comida que hacen aquí se merece toda esta atención y ceremonia. La cantidad de veces que he pensado, después de probar algo “oh por el amor de Dios que bueno está esto tengo que recordar donde queda este sitio para regresar”, es ridícula. Incluso algunas cosas que comí al principio que pensé “este es el mejor X que he probado”, ya han bajado dos y hasta tres categorías. La atención que le prestan a los detalles es extraordinaria, y no en el sentido gourmet de los detalles culinarios, donde aparentemente ponerte un plátano en espiral clavado en una pelota de puré de papas lo hace más rico. Es decir: la crema con que se rellena este cachito lleva una emulsión de almendras cosechadas al borde del lago tal. Este vino es especial por tal razón. Esta pizza la hicimos a mano, desde el horno hasta los chorizos. Este es el limoncello artesanal que hacemos en este restaurant desde hace 75 años, y aún mantenemos la receta original, que la inventó un descendiente de Julio César. (Por cierto: el limoncello sabe a Salvavidas de limón y es como tomar traguitos de mi niñez que me dejan rascadita y feliz). En consecuencia, una vez que uno pega el primer mordisco, te quedas medio atontado, sueltas la cartera, y te relajas. La media sonrisa sale sola.
Ni hablar del café. Nosotros en Venezuela creemos que somos los maestros del café, y francamente, tenemos un café muy bueno. También pensamos que a la hora de pedir un café tenemos una variedad inmensa: guayoyito, tetero, con leche, marrón, negro, negro corto, negro largo, etc. Pero básicamente, la variedad se reduce a la cantidad de agua o leche que se le pone al café, porque la preparación es siempre la misma. Aquí, el tema del café es un arte en sí mismo. En cualquier supermercado hay como 50 tipos de café, y en las tiendas para el hogar tienen una sección exclusivamente para los implementos de preparación. Cappuccino, latte, mocaccino, con ging sen (que recomiendan no tomar en la noche y con razón, la única vez que lo hicimos nos dieron las cuatro de la mañana como dos lechuzas viéndonos las caras), con nocciola, con diversos licores, con distintos tipos de leche y técnicas para batirla… café frío, café tibio, café caliente, cada uno mejor que el otro. Visto así, obviamente siempre hay tiempo para detenerse y disfrutar una excelentísima taza de café.
Pero esta visión de la comida pareciera trasladarse a todos los demás aspectos de la vida en Italia. No es solo comer, sino comer algo delicioso y pasarse un rato conversando. No es sentarse en cualquier lugar para salir del paso, sino darse un tiempito para caminar luego por esa hermosa plaza que queda al final de la calle.
No sé si son las tres horas de digestión o la ausencia de pancartas rojas en cada esquina, pero aquí definitivamente, la gente anda más relajadita. Y para mi sorpresa, he descubierto que eso del dolce far niente… es contagioso.

viernes, 28 de octubre de 2011

Jake Sully va a Roma, o el poder de la (des)información


Cuando se toma la decisión de mudarse de un país a otro, hay muchísimas incógnitas que uno piensa que va a ir resolviendo sobre la marcha. La cantidad de información que se recibe es abrumadora: al igual que con las dietas y las mascotas, todo el mundo tiene una opinión y un consejo. Al hacer la suma de los datos recibidos, resultan ser tan contradictorios que uno queda en el mismo sitio. Es entonces cuando yo decido que no quiero llegar a vieja, y me pongo a investigar por mi cuenta.

En mi caso, desde mi modesta investigación en internet tratando de comprender a qué me iba a enfrentar, me fue totalmente imposible capturar el verdadero tamaño de mi ciudad. Roma tiene casi 1300 km2 y aquí vivimos 2.8 millones de personas. Entretanto, Caracas tiene 1930 km2, y 4 millones de habitantes. (Debo acotar, para los que no lo saben, que antes de venir a vivir aquí yo no conocía Italia). Después de muchísimas vueltas por Street View y Google Maps, mi conclusión es que Roma era una ciudad grande, quizás un poco más que Caracas, y que por lo tanto no debía ser un problema manejarla. Pues resulta que no es así. Roma es inmensa. Yo creo que Roma es dos o tres veces más grande que Caracas, en términos de las zonas por las cuales uno podría caminar relativamente seguro. Claro que la comparación es injusta, siendo que Caracas es la quinta ciudad más insegura del mundo, y no se puede caminar por ningún lado "relativamente seguro". Pero me estoy refiriendo a lo más obvio.

Si no me creen, miren esta comparación, hecha a vuelo de pájaro usando Google Maps, con el mismo zoom en ambas ciudades:

El área azul en Caracas, es el área "utilizable". El área roja en Roma son montañas y parques. No estoy descartando ninguna urbanización puesto que aquí se puede caminar en todas partes. Y el área punteada es más o menos el centro de Roma, lleno de todas esas cosas que vimos en Historia del Arte y en Historia Universal en bachillerato. Y esto es considerando simplemente el área dentro del aro, que es una autopista que le da la vuelta a la ciudad, ya que ese no es el borde de Roma, y que la ciudad continúa en algunas direcciones más que en otras, pero dejémoslo así para efectos dramáticos.

En consecuencia, como se imaginarán, moverse en esta ciudad no es nada fácil, sobre todo si uno anda a pie y machuca el idioma. Desde la (relativa) seguridad de mi casa en Venezuela, traté de comprender como funcionaba el sistema de transporte romano, ya que estaba buscando un apartamento con una ubicación relativamente cómoda para un par de peatones novatos. Me fue imposible. Un mes y medio después de estar aquí, puedo decir que creo que ya estoy comenzando a medio entenderlo. Hay un metro, pero no se imaginen esas maravillas primer mundistas con las que todos soñamos. El metro es una crucecita triste en el medio del mapa, que ni siquiera llega a los bordes de la autopista, ya que aquí cada vez que clavan un tubo en el piso encuentran un montón de ruinas increíbles y sale un capitulo más para los libros de historia de segundo año. Por lo tanto, y en vista del lentísimo y complicadísimo avance de las obras del metro, se han visto obligados a complementarlo con un sistema de autobuses, trenes y tranvías que tienen su propio idioma e idiosincracia, una especie de Pandora que se retroalimenta y tiene mente propia, que no puedes entender a menos que seas azul y te conectes por usb al culo del autobús.

Todo está escrito e indicado, y a todos los lugares se les puede acceder a pie, con un horario bastante conveniente y suficiente información al respecto. El problema es que la información está codificada, y no es cosa de simplemente salir a la calle y "ya veré como llego". Oh no no no. Antes de salir hay que entrar en Google Maps, en Atac, en Tuttocitta, sacar lapiz y papel, el Blackberry, la calculadora, el mapa de Roma, el callejero, la guía turística, regla, escuadra, transportador y compás y dedicarle unos veinte minutos a analizar el destino, esto, para ver si la pegaste.

La cosa funciona más o menos así: en cada parada o estación hay paletas que parecen chupetotas, que dice el número de los autobuses y las calles por las que circulan. (No indican las paradas específicas, cosa que generó una confusión insoportable las primeras dos semanas). Ahí también indica el horario, porque hay diurno, nocturno y feriados (lo cual también enreda porque los días laborales se llaman feriales y los fines de semana festivos. Para mi feria implica fiesta y es como que lo mismo). Uno se monta en su autobús y empieza a sacar el pescuezo por la ventana cada vez que llegas a una parada para ver si es la tuya, hasta que finalmente te bajas. En mi caso, usualmente una antes o después, y tengo que caminar hasta la correcta. Cada autobús hace un recorrido circular, pero salen de un sitio llamado capolinea, que es como un terminal, y llegan a otro, y en cada capolinea el chofer apaga la unidad, se da una vueltica, se fuma un cigarrito y hace pipi. (Cosa que si te agarra desprevenido, asusta un poquito). Es decir: en la chupeta además te indica la dirección del autobús. Cosa que nos fue muy útil, una vez que lo desciframos. Adicionalmente los buses tienen variantes: desviado, limitado, expreso... De eso nos dimos cuenta de las peores maneras. "A donde coño vaaaaaaaaaaas?!?!?" (Desviado). "Son las once de la noche, por qué este tipo está apagando el burro este a la mitad de la maldita autopistaaaaaaa?!?!?!?" (Limitado). "Por qué coño no se paróoooooooo?!?!?!" (Expreso).

Otra cosa importante que hemos aprendido de mala forma es a no pararnos en las puertas en horas pico. Para eso tuvimos que entender que las horas pico de aquí no son normales, ya que el horario de trabajo no es normal. Son a las 7 de la mañana, y a las 8 y 12 de la noche. Resulta que aunque el vehículo se encuentre a más de su capacidad máxima, el chofer se va a detener en todas las paradas en las que haya gente, y bueno, ustedes verán como hacen. Esto se traduce en que los jóvenes y los inmigrantes (particularmente los indios, pakistaníes y africanos), van a entrar como sea, generando un tumulto en las puertas que termina en golpiza, donde se pueden meter fácil 20 personas en 3 metros cuadrados. Cosa que no me vuelve a pasar, ya que la última vez un señor borrachito aprovechó la circunstancia para rayarme la pizarra. Aclaro: no fue simplemente que hizo unos trazos, él hombre se puso Pollock, sin que yo pudiera hacer más nada que darle manotazos y mirarlo con odio. Hasta un pellizquito en el culo me obsequió antes de bajarme, el muy perro.

A pesar de todo esto, y considerando que yo siempre ando perdida, recientemente le bajé a mi maravilloso teléfono, (gracias Dios por hacerme vivir en esta época), una aplicación que se llama Traductor_de_Avatar_2.0, y me da las indicaciones de qué bus debo tomar, en qué sentido ir, cuales son las paradas exactas y en cuanto tiempo llega el próximo. Con esto y el ubicador en tiempo real de Google Maps para el teléfono, ya casi me siento Na'vi.

martes, 11 de octubre de 2011

Hello Barbapapá

Hay dos formas de hablar italiano: gritando o recitando poemas. Gente más versada que yo en la materia me explican que mientras más al sur más gritan, y mientras más al norte, más recitan. En cualquier caso, todos tienen hermosas voces. Es difícil de explicar, tal vez es por el idioma. Pero hablan melódicamente, como si estuvieran repitiendo de memoria, concatenando palabras. Incluso los insultos vienen enredados en la canción, aunque se entienden perfectamente. "Vafanculo!" moviendo las manos hacia arriba y hacia abajo, tocándose los dedos índice y medio con el dedo gordo. Los italianos de acá no son como los de Venezuela. Los de Caracas tienen una forma de hablar que parece que te estuvieran diciendo siempre algo evidente. Los de Roma, aunque son atoradísimos, (cosa que se evidencia en su manejo), te tratan como si fueras un lindo peluche. Creo que es el trato al turista, el que he recibido hasta ahora, sin embargo, me gusta. Te miran a los ojos, dejan lo que están haciendo y hacen su mejor esfuerzo por entender y ayudar. Para mi es un alivio, ya que nuestra sociedad se ha vuelto tan hostil con los suyos, que francamente pensé que acá iba a recibir un trato similar siendo extranjera. He visto gente que se sale de los parámetros normales por colaborar con los demás, personas que se bajan antes de su parada para explicar bien como llegar a una dirección, funcionarios públicos explicándote cuales son los huecos en el sistema legal para que los aproveches, conductores de autobús que frenan de golpe para que se monte alguien que viene corriendo. Mención especial tienen los "guardianos" de nuestro edificio, (son como los gerentes/conserjes), quienes estoy segura que piensan que tengo algún tipo de retraso, porque me han tenido que rescatar tantas veces... entre que tardamos dos semanas en entender como funcionaba el pinche calentador, que al segundo día les entregué una tonelada de sábanas cagadas de gato, y que se me demagnetiza la tarjeta para entrar al apartamento más o menos cada tres días, yo percibo que ya las miradas no son de colaboración sino de lástima... lo cual explicaría que cada vez que voy a usar la lavadora, que es común, uno de los dos me quita la ropa y me dice que me avisa cuando esté lista. Supongo que pensará que me voy a meter con todo y ropa, o que voy a poner una barra de jabón en el enchufe, o algo peor.

Acá todo funciona diferente. Sobre todo las cosas relacionadas con el agua. Por alguna razón que como venezolana NO ENTIENDO, hay fuentes por todos lados, que continuamente están botando agua potable al piso, y solo hay que poner un dedo debajo del grifo para convertirlos en bebedero. El agua de la ducha y del lavaplatos me la puedo tomar, pero confieso que todavía esa barrera emocional no la he superado. Los baños son rarísimos, las duchas son super incómodas, el agua caliente es como ordeñar una vaca, las griferías son todas distintas, y hay que tirar el papel directo en el inodoro, cosa que encuentro detestable (si, yo se toda la explicación, pero igual me molesta)... los baños públicos están super limpios, pero la forma de bajar la poseta y encender los lavamanos y secadores de mano siempre varía... estos tipos son super creativos con ese tema. Una vez pasé como 2 minutos examinando un lavamanos en un centro comercial. Lo toque por todos lados. Pasé las manos debajo del grifo a distintas velocidades. Dije "jaio jaio... ohlolo... ohloloooo". Toqué las paredes y los bordes del lavamanos, y nada. Mientras miraba perpleja el sitio del que debía salir agua y no salía, entró una señora en el baño, me sonrió, y le dió con el pie a una palanquita que estaba serenamente camuflajeada en el suelo. Le dije "Grazie" y traté de lavarme las manos rápidamente para irme mientras aún me quedaba un poquito de dignidad.

Las modas también son divertidísimas. Hay una locura con Hello Kitty, y se ven por todas partes referencias a la misma gatita necia que amaba cuando chiquita. También hay una loca adoración por Barbapapá, aquellos muñecos franceses de los 70. Los chamos andan todos vestidos exactamente igual, y prestan una atención extraordinaria a los detalles. Las mujeres tienen unas piernas larguísimas y bellas, senos pequeños, y un sentido extraordinario del fashion, y le dedican muchísima atención al maquillaje de los ojos. Los hombres son hermosos y metrosexuales, y la tendencia marcadísima es un zarcillito brillante en la orejita.

En general, Roma es una ciudad hermosa, llena de gente amable y tranquila. Creo que podemos llegar a ser grandes amigas.


lunes, 26 de septiembre de 2011

I cannot tell a Lie

Cuando empezamos a planificar toda esta movida, trazamos un plan estratégico el cual sería nuestra guía hasta el final. Compramos un cuaderno nuevo y allí empezamos a anotar todas las ideas que se nos ocurrían. También teníamos un check list y un bucket list en la pizarra de la oficina. Cosas que creíamos que necesitaríamos, diligencias que había que hacer, metas, cosas para aprender antes de irnos, lugares que queríamos visitar al llegar.

Aún sabiendo que es imposible planificar al detalle algo como una mudanza internacional, tratamos de averiguar con bastante tiempo cada paso del plan. Desde como traernos al gato, hasta cual era la ruta a seguir con nuestras amadísimas y valiosísimas computadoras. Tratamos de tener la lista de documentos que necesitaríamos con meses de anticipación, y desde varias semanas antes del viaje teníamos una idea bastante clara de qué se quedaba y qué se venía.

Al final de ese camino, aprendí dos cosas. La primera es que no importa cuanto planifiques y cuanto investigues, la cantidad de imprevistos se puede volver abrumadora, y llega un momento en el que aquellas cosas que en un comienzo eran impensables, terminan siendo "bueh, ni modo, dale". La segunda, que nadie te prepara para el momento en el que definitivamente dices adiós.

En mi caso, y a pesar de los meses de averiguaciones en el consulado, al final terminamos corriendo como locos por todo el estado Miranda tratando de completar la gymkana de los documentos, la cual no fue completada a tiempo porque el consulado italiano, irónicamente, se toma más tiempo en entregar un documento que la cualquier institución pública venezolana. (Isn't it ironic?) Al pobre gato, después de predicar por semanas que no lo iba a drogar para el viaje, le metí más pepas que a Ozzie Osbourne un viernes por la noche, y llegó a Roma creyendo que estaba en un rave. Las computadoras, que pasarían por un proceso analizadísimo y organizadísimo, terminaron llegando por la última vía que queríamos, que era en la barriga de un avión de Alitalia. Las maletas se volvieron un cogeculo en el último momento, y aunque se comenzaron a hacer con tres semanas de anticipación y tenían incluso un inventario personalizado, terminé empujando cosas a ciegas dos horas antes de irnos al aeropuerto.

Partimos a La Guaira con seis horas de anticipación, lo cual no fue suficiente, pues llegamos al avión casi a la hora del despegue. Saliendo nos agarró una de esas patrióticas colas caraqueñas, que empezaba en la casa y llegaba al aeropuerto. Al bajarnos del carro conseguimos la cola de la aerolínea, que comenzaba prácticamente en la entrada, ya que la Guardia Nacional determinó prudente revisar maleta por maleta a todos los viajeros de Air Europa. Cocosette por Cocosette, Pirulin por Pirulin. Ojo: esto no es una exageración. Cuando me hicieron bajar de la puerta del avión a la barriga para abrirme una maleta para evaluar la posibilidad de explosión de una olla, vi con mis propios ojos como un Guardia Nacional se dedicaba a probar con la punta de una navajita todos los pirulines de una aterrada gordita que viajaba conmigo. Por cierto que ese evento me permitió verificar como son tratadas las maletas en Maiquetía. Usualmente, en cualquier aeropuerto al que uno va, las maletas son bastante maltratadas. No las colocan con cuidado, más bien las dejan caer. Las agarran por cualquier saliente, razón por la cual se suelen romper hebillas, ruedas y asas. Pero ya sabemos como son los venezolanos: competitivos, siempre queriendo ser mejor que los demás. Así que las maletas no se dejan caer, se lanzan. Yo vi (también con mis propios ojos que han de comerse los gusanos), como un hombre (con una cara de frustración y odio que daba un poco de miedo) lanzaba las maletas con toda su fuerza contra el suelo, una detrás de la otra, sin importar el letrerito pendejo de frágil, mientras más bonita la maletita más duro la lanzaba. Me dió escalofríos.

Una vez que salimos de Maiquetía, el vuelo fue incómodo, ya que en esa aerolínea en particular los asientos son pequeñitos, y yo de paso tenía un cajón con un gato entre las piernas en la fila del medio. Además tuvimos dos horas de retraso en Maiquetía por la revisadera de maletas (cosa que tenía indignadísimos a los pilotos quienes protestaban de vez en cuando por los altavoces, diciendo que mientras la Guardia insistiera en estas revisiones exageradas no se podrían cumplir los horarios en Venezuela), llegamos de vaina a la conexión en Barajas, solo para volver a esperar dos horas dentro del avión porque una maleta de algún venezolano andaba perdida y no podían salir sin esa maleta.

... se me acaba de ocurrir que tal vez esa maleta que andaban buscando, podría haber sido mía...

Cuando llegamos a Roma, evidentemente nuestro transporte se había ido hace horas, y un poco lost in translation, logramos negociar un taxi que estuviera dispuesto a llevar a cuatro personas, ocho maletas y un gato drogado al otro lado de la ciudad.



Al frente de nuestro edificio hay una iglesia, y esa noche casualmente había una boda, que estaban celebrando en el jardín. Había gente hablando y bailando, comida y música. Y escuchamos toda la noche Proyecto Uno, Don Omar y Daddy Yanqui. La sensación general era de haber viajado 30 horas para llegar a Río Chico.






Ahora, aunque todo esto fue eterno, estabamos mentalmente preparados. Sabíamos que iba a ser así, que la salida de Maiquetía iba a ser un caos, que el viaje iba a ser larguísimo, que nada iba a salir bien. Más bien nos preparamos mentalmente para lo peor: se perdieron maletas, se dañaron las computadoras, se perdió el gato en la barriga del avión. Afortunadamente, nada de eso pasó.

Para lo que no estabamos preparados, al menos yo, como dije antes, era para ese momento en el que teníamos que decir adiós a todo el mundo. Es super fuerte. La nuestra fue la octavita de las despedidas, yo diría que más porque nos despidieron durante varias semanas. Nosotros, aunque estuvieramos cansados u ocupados, no quisimos decirle que no a nadie pues quisimos disfrutarlos a todos al máximo hasta el último momento. Lloré en cada despedida. En el medio de la reunión, al final manejando para mi casa, en la noche antes de dormir. Pero confieso que aunque empecé a extrañar a la gente antes de irme, aún veo todo esto de manera surrealista. Creo que en este momento estoy dividida en dos personas: una jura que en unos días van a terminar las vacaciones y vamos a regresar a la casa, a la rutina de siempre, y la otra, que ya llegó y está contenta de estar aquí, la mira alarmada, pensando que cuando se de cuenta de la realidad le va a dar un yeyo.








También me imaginé y me preparé para llorar como una magdalena en el aeropuerto, pero en el momento de decirle adiós a la familia en la puerta de inmigración, estaba tan estresada y tan desesperada que solo se me aguaron los ojos un poco. Sin embargo, tres horas después, cuando finalmente dijeron "Se les agradece apagar los equipos electrónicos" y tuve que desconectar mi Blackberry y decirle adiós a mi mamá y a mi papá, que estuvieron conversando conmigo hasta ese momento, me despedí llorando como una niñita y pasé un buen rato con la cabeza metida en el hombro de mi esposo. La verdad es que me hubiera gustado decirles algo más bonito, darles las gracias a todos con más vehemencia, transmitirles de verdad el agradecimiento que siento por todo lo que hicieron y que continúan haciendo por nosotros. Me consuelo pensando que aunque no haya podido expresarlo en ese momento con las palabras que se merecían, ellos lo saben.

Los amo a todos.

Me despido con una de mis canciones favoritas de una de mis películas favoritas de cuando era chiquita:

So long, farewell, auf Wiedersehen Goodbye,
I leave and heave a sight and say Goodbye
I flit, I float, I fleetly flee, I fly
The sun has gone to bed, and so must I

lunes, 5 de septiembre de 2011

Good Bye Pollito Chicken

Tengo que vender mi carro. Esto me tiene por el piso porque es mi amado y fiel pollo, mi Twingo que nunca me dejó botada, que nunca me pidió un respuesto, que nunca llamó la atención de ningún malandro para que me asaltaran, con todo y que era amarillo "tornasol". Es tan low-profile que aunque tuve varias oportunidades, nunca me decidí a cambiarlo.

Es mi primer y único carro. Y aparentemente, el último por bastante tiempo, ya que según las lenguas, algunas buenas y otras malas, por allá como que los carros no son buena opción para los limpios. Yo espero que eventualmente supere mi condición de inmigrante aterrorizada y salte la talanquera nuevamente hacia el otro lado, pero mientras tanto, he de resignarme a decirle adiós al manejo.

Me dicen mis amigos españoles y canadienses que extrañan manejar en Venezuela. Yo supongo que extrañan el poder manejar a todas partes sin preocupaciones y sin sacar muchas cuentas (yo gasto en gasolina alrededor de USD 1 al mes, sin exagerar), y el manejo warfare venezolano. Entre las motos, que son cientos de miles, zumbando como locos entre los carros a 80 kph, rozando retrovisores y pateando a los imprudentes que pretenden cambiarse de canal (a quien se le ocurre?), los carritos por puesto y los taxistas, que frenan de golpe en los lugares más absurdos y luego andan encima de la gente para que se quiten, los huecos ninja (aquellos que aparecen de la nada, como detrás de un policía acotado), los huecos fantasma (esos que no deberían estar allí, como por ejemplo las alcantarillas sin tapa y los charquitos inocentes), los huecos infernales (esos que tienen hasta cabillas dobladas hacia los cauchos), y los huecos normales, salir a la calle se convierte en toda una aventura al mejor estilacho de Mario Bros.

¿Como explicarle a un extranjero la inigualable sensación de caer en un hueco ninja? Primero hay un segundo de silencio, luego se siente un coñazo durísimo en el carro, lo cual suele generar un sustazo con palpitaciones y un poquito de dolor de cabeza, seguido por un "coñoelamadre sorry carrito". Y el ruido de las moneditas doradas saliendo del amortiguador, porque ese hueco segurito que te costó real.

Una vez estaba en la cola de un semáforo, cambiándome de canal lentamente porque delante de mi había un árbol caído, y de pronto sentí un bajón de más o menos medio metro, un coñazo durísimo, y un subidón, quedando nivelada al final. Ni siquiera menté la madre, porque estaba aterrada: no entendía que diablos había pasado. Alrededor mío la gente me miraba espantada, porque tampoco entendían, y yo no movía el carro ni un centímetro, ya que me sentía al borde de un precipicio al cual podía caer en cualquier momento. Aún seguía mirando aterrada a mi alrededor cuando se detuvo un motorizado (el único amable que queda en Caracas, y qué suerte que me lo gané yo), que me explicó que había metido la rueda delantera en una alcantarilla sin tapa, y que la tenía entre la rueda de adelante y la de atrás, y pacientemente procedió a darme instrucciones "gírala gírala gírala retrocede gira otra vez más más más ya saliste". No me había recuperado del susto, cuando más adelante caí en un hueco inmenso, con cabillas salidas y todo. 1 hueco fantasma + 1 hueco infernal = 1 vida.

Y esto es sin contar lo salvaje del manejo venezolano! Aquello de que mis compatriotas son amables, alegres y que hacen un chiste de todo, se acaba en el momento en el que uno se monta en el carro y arranca. En una ocasión, saliendo de una panadería, me tiraron el carro siete veces (léase, 7), antes de poder sacar el retroceso y meter primera. No se si lo saben, pero los seguros de los twingos son más caros de lo normal, ya que según las aseguradoras, los twingos y los kaa son muy "siniestrosos". Esto lo se de primera mano, ya que aunque nunca he chocado, el hecho de manejar un carrito amarillito chiquitito como un huevo, hace que los carrotes más grandes asuman que automáticamente van primero que tú (qué Autana que se respete va a frenar por un Twingo?). Esto genera que los conductores de este tipo de carro seamos bastante agresivos. Es eso, o nunca nos incorporamos a la avenida.


Definitivamente, voy a extrañar mi carrito.


miércoles, 24 de agosto de 2011

La Capa

Tenía la cabeza grande y dura como una piedra. Él lo sabía muy bien, porque practicaba todas las noches antes de dormirse contra una sillita de madera que su abuelito Pancho había puesto contra la cama para que no se fuera a caer en la noche. Aunque él le insistía a su abuelo que se podía caer desde un edificio de un millón de pisos sin que su cabeza se rompiera, el abuelo no le creía e insistía en colocar la silla.

No importa, sirve para entrenarme.

Algún día sería un superhéroe. Todavía no había decidido cual; si aquel tipo que se aparecía en cualquier lado en el momento más indicado, o el otro fortísimo, o el del carrote marrón que robaba a los pobres y les daba a los ricos, algo así.

Mientras decidía tenía tiempo suficiente para hacer todos los ejercicios que un superhéroe tiene que hacer. Sin embargo, el problema que más lo mortificaba se concentraba en el tamaño. ¿Qué hacer con una estatura de un metro en un mundo tan malvado y necesitado de superhéroes enormes?

Lo primero era pasar la mayor parte del tiempo de pie, hasta que oyó a su mamá decir a su hermano: come sentado, el estar parado no te hace crecer. (Lo que resultó un alivio, le costaba muchísimo trabajo dormir así). Luego comenzó a colgarse de todo lo que veía, dando como resultado que las cortinas de los baños se vinieran al suelo, y unas buenas nalgadas por “muchachito tremendo”.

Habría que probar otras técnicas. Quería preguntarle a su hermano mayor; él lo sabía todo, pero no podía darse el lujo de quedar como un tonto que no sabe nada, así que comenzó a espiarlo y a seguirlo muy de cerca para ver si descubría su técnica (para ser tan alto). Después de mucho sigilo y paciencia, (y golperse repetidamente contra su espalda, cuando este frenaba de golpe) descubrió que la técnica de su hermano era bastante simple: hablaba constantemente por teléfono.

Que bruto soy, debí haberlo sabido.

Viviendo en un edificio sin parque, con vista a una vía principal (con todos los carros, humo y ruido), no había muchas posibilidades de andar suelto por allí, de hecho, ninguna. Se pasaba la mayor parte del día viendo la televisión, y en la tarde hacía como que jugaba, pero en verdad se entrenaba mucho para cumplir todos los requisitos necesarios en la profesión.

Hay que poner cara de malo. Frunciendo el ceño y arrugando la boca, poniendo una mirada de deliciosa rudeza, mientras se cuadra frente a un espejo con un puño y una pierna más adelantados, zapatitos blancos de deporte (necesarios para los ejercicios de la tarde). Pensando que hay que hacer algo con el cabello, definitivamente un defensor de la justicia no puede a andar con esos rulitos tan ridículos por la vida. Más tarde habrá que decírselo a mamá, aunque llore por un mes.

Secretamente anhelaba uno de esos trajes con cinturón y botas haciendo juego, pero de cara al espejo consideraba que, apartando los tontos ricitos, se veía bastante bien sin ningún tipo de uniforme.

Quizás me llamen el Superhéroe-sin-uniforme. (Un buen nombre, para empezar). Aunque considero necesarísima la capa, no hay forma de que se vuele sin la dichosa capa, sólo las brujas, y definitivamente eso es para las niñas. Una capa grande (más grande que yo), negra (por supuesto), muy brillante y con dos tiritas para amarrarmela bien al cuello, no se me vaya a soltar mientras vuelo y me espiche contra el piso.

En las noches siempre venía la gran batalla de la cena. El mayor quería comer basura, chocolate en la cena, donde se ha visto, mientras que el chiquito insistía en avena, espinaca, huevos sancochados y muchos tomates, donde se ha visto. Bueno, coman lo que les dé la gana, total, al final siempre hacen lo que quieren.

Tenía las manos grandes y ásperas como un orangután. Él lo sabía muy bien porque se raspaba un ratito todos los días con una limita que se había robado del cajón de mamá. No mucho, no es necesario que sangre (solo para acostumbrar a aquellas manazas a sostener en pie los edificios en llamas y las bellas muchachas que luego le darían un besito y lo invitarían a tomarse un refresco con galletas en su casa, que mejor recompensa para un superhéroe cansado y sediento). Sin embargo, la parte del besito se la podían saltar, siempre está de más besar a una niña, aunque sea por galletas.

Excepto la niña del piso de arriba, que cosa tan terrible. Cuando sea famoso, nunca la voy a rescatar, aunque sea el último superhéroe del mundo.

Tenía la espalda fuerte y musculosa como un actor de televisión. Él lo sabía porque hacía flexiones todos los días, se tocaba con mucho cuidado las puntas de los pies dos o tres veces.

Se observaba detenidamente frente al espejo cuando entró su hermano. Pobrecito mi hermano, él no puede ser un superhéroe como yo. Imagínate que en el momento en que esté sacando un enorme tren en llamas llenito de gente del precipicio, le dé su enfermedad y se mueran toditos... Es mejor que me deje ese trabajo a mí, que estoy entrenado y que además, lo puedo salvar a él (llevarlo volando al hospital, necesito una capa urgentemente, cuando los ojos se le ponen rarísimos y empieza a llorar quedito, y mi mamá pone esa cara extraña y me saca del cuarto). -¿Qué haces, campeón?. –Necesito mi capa, ya es hora de que empiece a entrenar con el vuelo. –Bueno, pero ten cuidado, no vayas a romper nada en el salón, sabes como se pone mamá.

Finalmente llegó el día. Su tía Conchita le estaba celebrando el cumpleaños a sus primitos Fernandito y Luisita, esos dos demonios insoportables que de cuando en cuando cumplían años y a él lo enviaban hecho un pastelito a una fiesta fastidiosísima, y además, sin televisión.

Este año, era distinto. La tía decidió hacer una gran fiesta de disfraces (mamá dijo que era sólo por sobrepasar la fiesta de Yolandita Márquez), y por supuesto, pidió el disfraz con la capa más grande que había en toda la tienda. (Resultó ser un disfraz de principito, pero que importaba, se iba a ver muy ridículo si lo parapeteaban con uno de superman, eso era un plagio). Toleró impaciente la detestable fiesta, socializando poco con los demás niños que hasta ese momento sólo pensaban en jugar. Su mamá preocupadísima, este niño no juega con los chiquitos de su edad... habrá que hacer algo.

Después vendrán corriendo para que yo los salve.

En la noche, se puso sus zapatos de lona, su franela de hombre-super-veloz, su casco protector contra los golpes en la cabeza (una precaución extra, realmente. Pura ornamentación), y su capa. Gran capa negra, brillante, con cristales de colores en las puntas, majestuosísima, seguro que todo el mundo se vá a preguntar quien es ese nuevo superhéroe que pasó volando por allí. No hay FORMA de que me confundan con un estúpido pájaro.

Se puso su uniforme completo y se paró frente al espejo, pechito afuera, manos en la cintura. Todavía le faltaba tamaño, pero que diablos. (Gesto al mejor estilo vaquero). Era hora de comenzar los entrenamientos de planeo.

Primero, desde baja altura. La cama. (No era fácil planear desde la cama, necesitaba algo de impulso). Luego, después de mucho analizar, decidió posponerlo el día siguiente, sobre todo después del “andate a dormir” que salió del cuarto de su mamá. Bueno, habrá que esperar hasta mañana.

Al día siguiente se levantó con el mejor ánimo. Imaginarse la sorpresa de su mamá cuando descubriera que su hijito era un super-héroe. Seguro estaría feliz por muchos días, y sonriendo. La sonrisa de mamá es linda.

Su hermano veía la televisión, su mamá estaba trabajando, como siempre.

Ahora, a practicar el vuelo largo.

Cuando llegué al departamento había un tumulto de gente con aspecto triste y desesperado en la acera frente al edificio. Estaban casi todos los vecinos, había una ambulancia y unas patrullas de policía. Me acerqué a preguntar, y cuando notaron mi presencia, hubo un silencio absoluto que duró millones de años, todos me miraban con ojos enrojecidos y asustados, pero nadie dijo nada. Traté de mirar al centro del tumulto, y lo único que pude distinguir fue la puntita de una tela negra brillante, con cristales de colores.

domingo, 21 de agosto de 2011

Fucking Hippies

En la vida diaria, uno toma muchas decisiones, a veces sin darse cuenta. ¿Me voy por la autopista o por los caminos verdes? ¿Compro bonos o dólares? ¿Voy al cine o a comer sushi?
Cuando uno decide irse de su país y empezar de nuevo en otro lado, las decisiones que hay que tomar diariamente se multiplican. No solo eso: de cada decisión que uno toma, se derivan un montón de sub-decisiones, que a su vez, se convierten en un montón de micro-decisiones, y así sucesivamente. Lo más difícil del asunto es lo siguiente: en la mayoría de los casos, yo no tengo ni idea de cual es la mejor respuesta, ya que desconozco la ciudad y las costumbres del sitio al que voy, y tengo que terminar confiando en mi intuición.
Un ejemplo sencillo es el de las cosas que se van y las cosas que se quedan. Yo no soy de la gente que acumula demasiadas cosas: cuando algo está viejo o feo, lo boto o lo regalo. No soy de esa generación que no bota ni un potecito de arroz chino de 1982, porque "puede servir para que alguien se lleve un pedacito de torta". Así que en realidad, no tengo taaaantas cosas.
Aún así, me vi obligada a reducir mi carga material. No tengo suficientes cosas como para justificar una mudanza internacional, y tampoco tan poquitas como para que no sean problema.
Los electrodomésticos (los cuales no sirven en Europa, de cualquier forma) fueron los primeros en irse. Mi bella nevera de Space Invaders, mi Tostiarepa de dos arepas, de esos que ya no se consiguen, mi wafflera nueva. Mis platos incompletos y llenos de roticos. Mis ollas en las que los huevos fritos inevitablemente terminaban revueltos, mi tostadora bipolar marca Pancho Gomita, que unas veces sancocha el pan y otras lo incinera... todos pasaron a otras manos.
A los electrodomésticos y línea blanca, le siguieron los adornos de la casa. Bye bye Mr. Potato Head, te regalo mis iguanitas que compré en la juguetería en Mérida, por 5 Bs. cada una llévate las 30 cestas que pasé años recolectando en todas las ventas de mimbre de Venezuela. Es más, ya no se que hacer con ellas, te las regalo todas. Y estos potes de arroz y azúcar? Están casi nuevos! Me los regalas?.... Bueno, sí, llévatelos...
Luego tuve que darle una larga y honesta mirada a mi closet. De eso no quiero ni hablar, todavía estoy deprimida.
Cuando pensé que ya me había desprendido de demasiadas cosas, que quizás se me había ido la mano, me di cuenta de que aún faltaban mis libros... Ooooooh dolor!, no quiero regalar ninguno, no quiero donar ni dejar a nadie, a todos los amo por igual, a todos los voy a extrañar. Pero una evaluación objetiva del asunto arrojó resultados indeseables: muchachos, los amo pero no pueden venir conmigo. A esos si que los metí en cajas, recé por ausencia de inundaciones inapropiadas, y los sellé con la esperanza de irlos mudando de a poquito. Pero en el fondo sé que cuando sea el momento de sacarlos, van a ser amarillos, feos y tristes... pero tal vez en ese momento yo esté lista para decir adiós.
Mi perro Kaiser me enseñó hace muchos años la valiosa lección de que las cosas son cosas y se dañan y se pierden y la vida continua. Sin embargo, hay cosas que duelen más que otras, y cuando se trata de un desprendimiento tan generalizado, el resultado final es aplastante: me siento como si me hubieran arrancado un pedazo grande de piel.
La gente se pone un poco insensible, o tal vez es no se dan cuenta, pero a veces me caen dos y tres persona encima y empiezan a agarrar cosas al azar, preguntando si se lo pueden llevar... una vez alguien agarró mi cartera y me dijo: ¿y esto también lo estás regalando? Casi le digo: "si, y mi culo también, llévatelo si quieres", pero me contuve a tiempo. Cada vez que alguien me pide algo que no he ofrecido, o que no he considerado regalar, es como un punzón en el hígado, me siento como una vaca atropellada en el llano con un montón de cuervos encima. En el fondo, yo sé que lo que me duele es darme cuenta de que eso que me están señalando, tampoco me lo puedo llevar, y al final, se lo voy a terminar regalando o vendiendo a la persona que mostró interés.
Hay gente que me dice: "no sé para qué te preocupas tanto, mete todo eso en cajas y luego te lo mandan". La noción de recibir a posteriori un millón de cajas de corotos viejos y buscarle ubicación en un apartamentito romano me aterra. Por el otro lado, la alternativa de dejar mis cosas en cajas por años y años, para que eventualmente alguien las abra y concluya que todo esto ya es basura, me entristece. La opción más razonable para mi es darle colocación a la mayoría lo más rápido posible, más o menos como cuando uno tiene diez cachorritos en casa, y tratas de conseguirle un buen hogar a todos.
También hay personas que me hablan de lo superficial que es aferrarse a objetos inanimados, (y eso es a veces extrapolado a los animados = mi gato), de que las posesiones personales no definen quienes somos, y que tenemos que liberarnos de las ataduras monetarias para ser verdaderamente libres y encontrarnos a nosotros mismos.

A quienes les digo: fucking hippies.