lunes, 26 de septiembre de 2011

I cannot tell a Lie

Cuando empezamos a planificar toda esta movida, trazamos un plan estratégico el cual sería nuestra guía hasta el final. Compramos un cuaderno nuevo y allí empezamos a anotar todas las ideas que se nos ocurrían. También teníamos un check list y un bucket list en la pizarra de la oficina. Cosas que creíamos que necesitaríamos, diligencias que había que hacer, metas, cosas para aprender antes de irnos, lugares que queríamos visitar al llegar.

Aún sabiendo que es imposible planificar al detalle algo como una mudanza internacional, tratamos de averiguar con bastante tiempo cada paso del plan. Desde como traernos al gato, hasta cual era la ruta a seguir con nuestras amadísimas y valiosísimas computadoras. Tratamos de tener la lista de documentos que necesitaríamos con meses de anticipación, y desde varias semanas antes del viaje teníamos una idea bastante clara de qué se quedaba y qué se venía.

Al final de ese camino, aprendí dos cosas. La primera es que no importa cuanto planifiques y cuanto investigues, la cantidad de imprevistos se puede volver abrumadora, y llega un momento en el que aquellas cosas que en un comienzo eran impensables, terminan siendo "bueh, ni modo, dale". La segunda, que nadie te prepara para el momento en el que definitivamente dices adiós.

En mi caso, y a pesar de los meses de averiguaciones en el consulado, al final terminamos corriendo como locos por todo el estado Miranda tratando de completar la gymkana de los documentos, la cual no fue completada a tiempo porque el consulado italiano, irónicamente, se toma más tiempo en entregar un documento que la cualquier institución pública venezolana. (Isn't it ironic?) Al pobre gato, después de predicar por semanas que no lo iba a drogar para el viaje, le metí más pepas que a Ozzie Osbourne un viernes por la noche, y llegó a Roma creyendo que estaba en un rave. Las computadoras, que pasarían por un proceso analizadísimo y organizadísimo, terminaron llegando por la última vía que queríamos, que era en la barriga de un avión de Alitalia. Las maletas se volvieron un cogeculo en el último momento, y aunque se comenzaron a hacer con tres semanas de anticipación y tenían incluso un inventario personalizado, terminé empujando cosas a ciegas dos horas antes de irnos al aeropuerto.

Partimos a La Guaira con seis horas de anticipación, lo cual no fue suficiente, pues llegamos al avión casi a la hora del despegue. Saliendo nos agarró una de esas patrióticas colas caraqueñas, que empezaba en la casa y llegaba al aeropuerto. Al bajarnos del carro conseguimos la cola de la aerolínea, que comenzaba prácticamente en la entrada, ya que la Guardia Nacional determinó prudente revisar maleta por maleta a todos los viajeros de Air Europa. Cocosette por Cocosette, Pirulin por Pirulin. Ojo: esto no es una exageración. Cuando me hicieron bajar de la puerta del avión a la barriga para abrirme una maleta para evaluar la posibilidad de explosión de una olla, vi con mis propios ojos como un Guardia Nacional se dedicaba a probar con la punta de una navajita todos los pirulines de una aterrada gordita que viajaba conmigo. Por cierto que ese evento me permitió verificar como son tratadas las maletas en Maiquetía. Usualmente, en cualquier aeropuerto al que uno va, las maletas son bastante maltratadas. No las colocan con cuidado, más bien las dejan caer. Las agarran por cualquier saliente, razón por la cual se suelen romper hebillas, ruedas y asas. Pero ya sabemos como son los venezolanos: competitivos, siempre queriendo ser mejor que los demás. Así que las maletas no se dejan caer, se lanzan. Yo vi (también con mis propios ojos que han de comerse los gusanos), como un hombre (con una cara de frustración y odio que daba un poco de miedo) lanzaba las maletas con toda su fuerza contra el suelo, una detrás de la otra, sin importar el letrerito pendejo de frágil, mientras más bonita la maletita más duro la lanzaba. Me dió escalofríos.

Una vez que salimos de Maiquetía, el vuelo fue incómodo, ya que en esa aerolínea en particular los asientos son pequeñitos, y yo de paso tenía un cajón con un gato entre las piernas en la fila del medio. Además tuvimos dos horas de retraso en Maiquetía por la revisadera de maletas (cosa que tenía indignadísimos a los pilotos quienes protestaban de vez en cuando por los altavoces, diciendo que mientras la Guardia insistiera en estas revisiones exageradas no se podrían cumplir los horarios en Venezuela), llegamos de vaina a la conexión en Barajas, solo para volver a esperar dos horas dentro del avión porque una maleta de algún venezolano andaba perdida y no podían salir sin esa maleta.

... se me acaba de ocurrir que tal vez esa maleta que andaban buscando, podría haber sido mía...

Cuando llegamos a Roma, evidentemente nuestro transporte se había ido hace horas, y un poco lost in translation, logramos negociar un taxi que estuviera dispuesto a llevar a cuatro personas, ocho maletas y un gato drogado al otro lado de la ciudad.



Al frente de nuestro edificio hay una iglesia, y esa noche casualmente había una boda, que estaban celebrando en el jardín. Había gente hablando y bailando, comida y música. Y escuchamos toda la noche Proyecto Uno, Don Omar y Daddy Yanqui. La sensación general era de haber viajado 30 horas para llegar a Río Chico.






Ahora, aunque todo esto fue eterno, estabamos mentalmente preparados. Sabíamos que iba a ser así, que la salida de Maiquetía iba a ser un caos, que el viaje iba a ser larguísimo, que nada iba a salir bien. Más bien nos preparamos mentalmente para lo peor: se perdieron maletas, se dañaron las computadoras, se perdió el gato en la barriga del avión. Afortunadamente, nada de eso pasó.

Para lo que no estabamos preparados, al menos yo, como dije antes, era para ese momento en el que teníamos que decir adiós a todo el mundo. Es super fuerte. La nuestra fue la octavita de las despedidas, yo diría que más porque nos despidieron durante varias semanas. Nosotros, aunque estuvieramos cansados u ocupados, no quisimos decirle que no a nadie pues quisimos disfrutarlos a todos al máximo hasta el último momento. Lloré en cada despedida. En el medio de la reunión, al final manejando para mi casa, en la noche antes de dormir. Pero confieso que aunque empecé a extrañar a la gente antes de irme, aún veo todo esto de manera surrealista. Creo que en este momento estoy dividida en dos personas: una jura que en unos días van a terminar las vacaciones y vamos a regresar a la casa, a la rutina de siempre, y la otra, que ya llegó y está contenta de estar aquí, la mira alarmada, pensando que cuando se de cuenta de la realidad le va a dar un yeyo.








También me imaginé y me preparé para llorar como una magdalena en el aeropuerto, pero en el momento de decirle adiós a la familia en la puerta de inmigración, estaba tan estresada y tan desesperada que solo se me aguaron los ojos un poco. Sin embargo, tres horas después, cuando finalmente dijeron "Se les agradece apagar los equipos electrónicos" y tuve que desconectar mi Blackberry y decirle adiós a mi mamá y a mi papá, que estuvieron conversando conmigo hasta ese momento, me despedí llorando como una niñita y pasé un buen rato con la cabeza metida en el hombro de mi esposo. La verdad es que me hubiera gustado decirles algo más bonito, darles las gracias a todos con más vehemencia, transmitirles de verdad el agradecimiento que siento por todo lo que hicieron y que continúan haciendo por nosotros. Me consuelo pensando que aunque no haya podido expresarlo en ese momento con las palabras que se merecían, ellos lo saben.

Los amo a todos.

Me despido con una de mis canciones favoritas de una de mis películas favoritas de cuando era chiquita:

So long, farewell, auf Wiedersehen Goodbye,
I leave and heave a sight and say Goodbye
I flit, I float, I fleetly flee, I fly
The sun has gone to bed, and so must I

lunes, 5 de septiembre de 2011

Good Bye Pollito Chicken

Tengo que vender mi carro. Esto me tiene por el piso porque es mi amado y fiel pollo, mi Twingo que nunca me dejó botada, que nunca me pidió un respuesto, que nunca llamó la atención de ningún malandro para que me asaltaran, con todo y que era amarillo "tornasol". Es tan low-profile que aunque tuve varias oportunidades, nunca me decidí a cambiarlo.

Es mi primer y único carro. Y aparentemente, el último por bastante tiempo, ya que según las lenguas, algunas buenas y otras malas, por allá como que los carros no son buena opción para los limpios. Yo espero que eventualmente supere mi condición de inmigrante aterrorizada y salte la talanquera nuevamente hacia el otro lado, pero mientras tanto, he de resignarme a decirle adiós al manejo.

Me dicen mis amigos españoles y canadienses que extrañan manejar en Venezuela. Yo supongo que extrañan el poder manejar a todas partes sin preocupaciones y sin sacar muchas cuentas (yo gasto en gasolina alrededor de USD 1 al mes, sin exagerar), y el manejo warfare venezolano. Entre las motos, que son cientos de miles, zumbando como locos entre los carros a 80 kph, rozando retrovisores y pateando a los imprudentes que pretenden cambiarse de canal (a quien se le ocurre?), los carritos por puesto y los taxistas, que frenan de golpe en los lugares más absurdos y luego andan encima de la gente para que se quiten, los huecos ninja (aquellos que aparecen de la nada, como detrás de un policía acotado), los huecos fantasma (esos que no deberían estar allí, como por ejemplo las alcantarillas sin tapa y los charquitos inocentes), los huecos infernales (esos que tienen hasta cabillas dobladas hacia los cauchos), y los huecos normales, salir a la calle se convierte en toda una aventura al mejor estilacho de Mario Bros.

¿Como explicarle a un extranjero la inigualable sensación de caer en un hueco ninja? Primero hay un segundo de silencio, luego se siente un coñazo durísimo en el carro, lo cual suele generar un sustazo con palpitaciones y un poquito de dolor de cabeza, seguido por un "coñoelamadre sorry carrito". Y el ruido de las moneditas doradas saliendo del amortiguador, porque ese hueco segurito que te costó real.

Una vez estaba en la cola de un semáforo, cambiándome de canal lentamente porque delante de mi había un árbol caído, y de pronto sentí un bajón de más o menos medio metro, un coñazo durísimo, y un subidón, quedando nivelada al final. Ni siquiera menté la madre, porque estaba aterrada: no entendía que diablos había pasado. Alrededor mío la gente me miraba espantada, porque tampoco entendían, y yo no movía el carro ni un centímetro, ya que me sentía al borde de un precipicio al cual podía caer en cualquier momento. Aún seguía mirando aterrada a mi alrededor cuando se detuvo un motorizado (el único amable que queda en Caracas, y qué suerte que me lo gané yo), que me explicó que había metido la rueda delantera en una alcantarilla sin tapa, y que la tenía entre la rueda de adelante y la de atrás, y pacientemente procedió a darme instrucciones "gírala gírala gírala retrocede gira otra vez más más más ya saliste". No me había recuperado del susto, cuando más adelante caí en un hueco inmenso, con cabillas salidas y todo. 1 hueco fantasma + 1 hueco infernal = 1 vida.

Y esto es sin contar lo salvaje del manejo venezolano! Aquello de que mis compatriotas son amables, alegres y que hacen un chiste de todo, se acaba en el momento en el que uno se monta en el carro y arranca. En una ocasión, saliendo de una panadería, me tiraron el carro siete veces (léase, 7), antes de poder sacar el retroceso y meter primera. No se si lo saben, pero los seguros de los twingos son más caros de lo normal, ya que según las aseguradoras, los twingos y los kaa son muy "siniestrosos". Esto lo se de primera mano, ya que aunque nunca he chocado, el hecho de manejar un carrito amarillito chiquitito como un huevo, hace que los carrotes más grandes asuman que automáticamente van primero que tú (qué Autana que se respete va a frenar por un Twingo?). Esto genera que los conductores de este tipo de carro seamos bastante agresivos. Es eso, o nunca nos incorporamos a la avenida.


Definitivamente, voy a extrañar mi carrito.