jueves, 29 de diciembre de 2011

Jamon


Esta es la primera navidad que paso fuera de mi país. Usualmente, si viajo en diciembre, suelo planificarlo para el 31, porque el 24 siempre se me ha hecho la fecha familiar, con el tema de los regalos, y las hallacas, y las gaitas y la música de navidad de Los Carpenters y de Mariah Carey. Como escribí anteriormente, las navidades son fechas emotivas para los emigrantes, ya que mientras todo el mundo está planificando sus reuniones, repartiendo quien va a hacer qué, y viendo como hace para comprarle regalos a todo el mundo, los que se fueron están recordando desde lejos el asunto, extrañando a la familia, y los venezolanos, específicamente, pensando constantemente en como ponerle las manos encima a una hallaca. O tratando de hacerlas, que no fue mi caso este año.

Siempre se habla de la fuga de cerebros. En mi grupo de amigos y conocidos, esta fuga fue masiva y contundente. En realidad, ya son más lo que se fueron que los que se quedaron, y de estos, al menos la mitad está en planes de retirada. Sin entrar en las razones por la cual se dio este fenómeno, (pues hablar mal del gobierno a estas alturas es como redun-re-redundante), el hecho es que el grupote de este lado ya está tan grande que se sintió como un geeky Friday cualquiera. Los saludos y conversaciones iniciales fueron bastante similares en todos los casos. “bicho, y que más? Como te está yendo?” “oye, muy bien, al principio me costó un poco pero después que le agarré el ritmo me ha ido del carajo” “y cuales son tus planes?” “bueno, echarle bolas y quedarme aquí como sea!” Todos hemos pasado más o menos por las mismas etapas. Algunos más avanzados en el proceso, otros todavía tratando de determinar su ruta. Un fenómeno interesante que ocurre al salir de Venezuela, es que uno se da cuenta de que las posibilidades se multiplican. Se puede estudiar eso tan específico que por allá ni sueñan con enseñar. Se puede trabajar en prácticamente cualquier cosa porque todos los trabajos, hasta los de sueldo mínimo, dan para vivir bien. Básicamente, es posible reinventarse ya que hay opciones para todos. Creo que simplemente lo que hay que tener es ganas, y capacidad de comerse un cable de vez en cuando, ya que no siempre la cosa es inmediata. Pero lo más importante es aprender a vivir con la nostalgia del hogar y llevarla con un poquito de orgullo. El camaleoncito de prendedor, como quien dice. No es cuestión de negarlo, ni de tratar de anularlo o de olvidarse de la gente y cortar raíces para no sufrir, sino de saber quererlo y de permitir que te recuerde de vez en cuando quien eres, de donde vienes, y a donde vas.

En esta ocasión, fuimos invitados por nuestros amigos que viven en Madrid a pasar la festividad con ellos. La convocatoria se extendió a todos los que se encontraban cerca o en condiciones de acercarse. En consecuencia, celebramos la navidad junto con otros 10 venezolanos y una española. Aunque en realidad, fueron 11 venezolanos, porque nuestra española nos hizo un excelente pan de jamón y tequeños, cosa que ninguno de nosotros sabe hacer, y sabe tantos caraqueñismos y referencias locales como cualquiera de nosotros. También comimos ensalada de gallina hecha por una mamá venezolano-canaria, y tomamos ron Cacique, acompañado todo esto por una deliciosa tortilla española, especialidad del anfitrión venezolano, y por varios kilos del mejor jamón serrano que me he comido en mi vida, junto con otro montón de maravillosos embutidos y patés que estaban, simplemente, excelentes. Como en cualquier reunión latina, nadie estuvo de acuerdo en el tipo de música más adecuado, así que se desarrolló el típico playlist que empezó con merengue, pasó por salsa, luego por las gaitas más maracuchas del mundo, un poquito de reaggeton porque no lo nieguen, les gusta, un período de salsa brava que pasoneó a todos, tecno para levantarlos, rock pesado, salsa de nuevo.  Y como en cualquier reunión de mi generación, nadie bailó, pero todos movíamos el rabo sin pararnos de la silla.

Fue un 24 inolvidable por varias razones. Yo me había imaginado que nuestra primera navidad lejos iba a ser solitaria. Sin embargo, nos sentimos tan bienvenidos y tan bien atendidos, que fue como estar en casa. Fue también la primera vez que nuestras familias y nosotros tuvimos que enfrentarnos a la logística de la llamada con la diferencia de horarios. “Si los llamo a las 12 las líneas van a estar colapsadas, pero su 12 es mi 6 y mi 12 es su 6, así que la sincronización es terrible y mejor hablemos ahora que todavía nos podemos escuchar.” Y finalmente, porque fue como vernos en un espejo, ya que todos los que estuvimos ahí nos fuimos por las mismas razones y extrañamos las mismas cosas. Pero lo que vi en el espejo me gustó, porque se respiraba un aire de tranquilidad general, que solo era perturbado de vez en cuando por el grito “es hora de un Jaggermeister!!!”

Gracias chicos por tenernos este año, y gracias a los que atravesaron el país para pasarlo con nosotros. El año que viene, la navidad es romana, y se comerán hallacas, prosciutto crudo, pernil, y tiramisú. 

Los queremos.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Cocosette para el alma


Homesick es una palabra que creo que no tiene equivalencia perfecta en español. La traducen como "nostalgia", pero el hecho de incluir la palabra home me hace pensar que se refiere específicamente a la nostalgia del hogar. Siempre me había preguntado como se sentía eso: ¿ganas horribles de llorar? ¿un nudo en el corazón? ¿o en el estómago? o... ¿unas ganas chiquitas de llorar, todo el tiempo? Me preguntaba también... ¿y como te las quitas? ¿te las quitas alguna vez? Una de las preguntas más difíciles que me tuve que hacer cuando me fui de mi país fue esa. ¿Es que vale la pena cambiar una cosa por la otra? ¿Qué es más importante? Eventualmente, me di cuenta de que no tenía respuesta para ninguna de las preguntas que me estaba haciendo y más bien las preguntas generaban más preguntas. Finalmente, decidí que para saber si podía sobrevivir el homesick tenía que entenderlo primero.

Pues una vez aquí creo que ya puedo empezar a entender qué significa. Yo se que no ha pasado tanto tiempo, pero créanme: las navidades no ayudan. No es un dolor insoportable, ni unas ganas de llorar que no se te quitan nunca. Es como una cosita chiquita que tienes agazapada en un rinconcito. Imagínense un camaleoncito. A veces anda por ahí relajado, durmiendo, y se confunde con el resto y ni te acuerdas que está ahí. En ciertas ocasiones, aparece y te da un lengüetazo certero que te deja un poquito mareado y asustado. En esos momentos es que yo me me pongo toda filosófica a reflexionar si está bien lo que hicimos, cuales son las cosas importantes en la vida, qué tipo de persona soy por armar mi sistema de valores de esta manera y no de otra, y entro en un espiral analítico rarísimo del cual casi nunca saco una respuesta, porque todo es subjetivo y depende del cristal con que se mire y toda esa paja. Me consuelo pensando que no soy la primera que lo hace, me acuerdo de que la mayor parte de mi familia y amigos ya hicieron lo mismo, y que de los que quedan, muchos están o en proceso o en análisis. Trato de acordarme de que la mayoría de los que se fueron sobrevivieron y están bien. Pero no importa cual sea mi argumento, al final, el camaleoncito queda ahí vibrando en la boca del estómago, maripositas tristes que me dan ganas de llorar, porque extraño mucho a toda mi gente. Tratando de aplacarlo, le doy un poquito de moccacino di nocciola a mi camaleoncito con un pedacito de cocosette, lo pongo a jugar con mi gato un rato, y me voy a pasear por mi hermosa ciudad. Eso lo calma por unos días, hasta que me ponen alguna triste canción navideña que me hace llorar por diez minutos seguidos y me deja moqueando las próximas dos horas.

Sin embargo, y a nuestro favor, escogimos bien nuestro destino. A pesar del frío horroroso que empezó a hacer ayer en la tarde (no ha parado de llover en tres días y hay una brisa muy fuerte que bajó la temperatura más de 10° de golpe), Roma es una ciudad que ayuda a olvidar las penas. Algunos podrían decir, basado en todo lo que he escrito y publicado hasta ahora, que te las hace tragar, pero no es solo la comida lo que la hace encantadora. En este momento, me veo en la obligación de aclararles que de Venezuela lo que extraño es a mi gente: mi familia y mis amigos, los viernes en la noche, las arepas de arepera (porque arepa casera comemos cuando nos da la gana), los perros de Las Mercedes, Puerto La Cruz y a mi carro. De resto, a Caracas no la extraño ni un poquito. No extraño la violencia ni la hostilidad de sus habitantes, ni la sensación constante de peligro. No extraño las colas, ni el terror que le tenía a la lluvia por su impacto en el tráfico. No extraño que se me coleen en todos lados, ni los motorizados, ni a la policía, ni al gobierno metido hasta en mis pantaletas, ni la frustración de tratar de hacer cualquier cosa en esa ciudad y no poder. No se como será este año, pero hasta el año pasado, yo había contado once diciembres sin sentir realmente que era navidad. Entre elecciones, amenazas, secuestrados, y la peladera de todo el mundo, es como difícil mantener el ánimo festivo por más de dos días. A mí que me encanta comprar regalos, también eso se me había vuelto terrible: entre que no hay nada y lo poco que hay está carísimo, luego no me provocaba ni envolverlos. 

Aunque este año mi arbolito no tiene casi regalos abajo, y mi familia y mis amigos están muy lejos, mi espíritu navideño no está tan alicaído como pensé que iba a estarlo. Mi arbolito de navidad, por primera vez, es natural. Mi casa huele a pino, sobre todo en la mañana. Es un arbolito mínimo, porque tuvo que ser traído en un carrito de mercado de esos de viejitas desde muy lejos, en tres autobuses. Es tan pequeño que aún cuando está adornado por detrás y hasta por debajo, nos sobraron la mitad de los adornos que optimistamente le compramos. Tiene una hermosa estrella plateada totalmente desproporcionada en la punta. No es fashion ni cool: es super navideño. En las noches, y sobre todo los fines de semana, vamos al centro a ver las decoraciones. Aquí la gente es amante de lo tradicional: ellos aman sus arbolitos verdes con lucecitas, sus monumentos de mármol clásicos, y su comida italiana. Si les cambias cualquiera de estas cosas se molestan y arman unas pataletas horrorosas. Este año, algún creativo trató de pensar fuera de la caja y quiso hacer algo especial, por lo que decidió cambiar el arbolito de la Piazza Venezia, uno de los símbolos locales de la llegada de la navidad, por un cono plateado decorado con una guirnalda con los colores de la bandera, que casualmente, son también los de la navidad. En dos días tuvieron que desmontar el arbolito y montar uno natural, tal fue el berrinche que armó la gente. No me dieron ni tiempo de verlo. Acoto que este arbolito está frente al monumento a Vittorio Emanuele, que tampoco les gusta porque se sale de lo convencional romano (aunque a mi me encanta y siempre que paso por ahí lo miro como si fuera la primera vez). Las calles están llenas de adornos y de luces, y no solo las del centro. Incluso mi urbanización, por más botada que está, tiene adornos enormes de estrellas y arbolitos. En todas las plazas hay ferias de navidad, en la mayoría de las tiendas hay muñecos y ofertas, y hasta la ropa es navideña. Los centros comerciales están inundados de gente, todo el mundo con bolsas y helados en las manos. Se quejan de la crisis, y viven en una sola berreadera de que así no se puede vivir, pero caramba, que bien viven.

Una de las cosas que más afecta al que se va es saber que en el sitio de donde salimos, la vida continua, estés o no estés. Afortunadamente, decidí vivir en la época de la informática, y por más que critiquen a Facebook y a Twitter, el hecho de poder seguir más o menos la vida de mi gente me ayuda a no sentirme tan alejada de todos. Reconozco que, aunque me encanta contar como es todo aquí y lo que hemos aprendido y los tortazos que nos hemos dado, me gusta aún más que me cuenten que están haciendo todos, aunque sean las rutinas neuróticas diarias de los caraqueños. Odio cuando me contestan "bueno, aquí, lo de siempre, y tú?" porque ya mi parte la sé, yo quiero que me cuenten la que no sé porque no estoy ahí. Mi camaleoncito y yo agradecemos la existencia de Blackberry, Google Talk, Skype, Ventrilo, FB chat, Whatsapp, y TheSimsSocial. A veces, hasta mando a la gente a leer mi blog, para no tener que contar todo y más bien aprovechar para que me cuenten a mi. 

Afortunadamente, mi camaleoncito no es tan difícil de complacer, sobre todo cuando nos mandan de regalo de navidad una maleta cargada de ron, chucherías y amor, y aunque hay días en que anda enfurruñado y sentimental, hay otros en que ronronea satisfecho en un rinconcito.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Don Pascuale y el acordeón


Es obvio que cuando uno se muda de país, las cosas van a ser diferentes. Es un idioma distinto, civilizaciones distintas, formas de pensar distintas. Pero las diferencias que uno se imagina son las obvias. En mi caso, nunca pensé que las pequeñas cosas que se hacen de otra manera son las que verdaderamente podían complicarme la vida.

Pongamos un ejemplo sencillo: la electricidad. Todos sabemos que del lado de allá se usa 120 V y del lado de acá, 220 V. Cuando estás del lado de allá reflexionando acerca de ese dilema, lo resuelves fácilmente: "Bueno, obviamente mis electrodomésticos se tendrán que quedar". Pero cuando llegas, resulta que no es tan simple como comprar electrodomésticos nuevos y comprarle adaptadores a los que se pueden usar: las paticas italianas de los enchufes tienen tres estilachos. Unas vienen con dos palitos flaquitos, otras con tres palitos flaquitos, y otras con dos palitos gorditos. A eso, agréguele las demás paticas europeas, que vienen con otros sabores y sus correspondientes adaptadores. Aparte, los enchufes son inmensos, como del tamaño de una mandarina. Esto hace las dimensiones de las regletas desproporcionadas. Hay que CALCULAR el espacio para poner una regleta, porque con frecuencia simplemente no tienes donde meterla. No solo eso: las regletas pueden venir con las paticas gordas, mientras que el enchufe puede tener los huequitos delgados, y si no te percatas a tiempo de eso, como la servidora aquí presente, puedes terminar con una regleta conectada a la pared con un adaptador, de la cual salen tres o cuatro cables, cada uno con un adaptador diferente, y una lámpara de IKEA con un enchufe desproporcionado a su tamaño. Todo esto yaciendo plácidamente a un lado de la cama. La ventaja de esto es que uno se siente acompañado por una especie de San Bernardo eléctrico, que te cuida en la noche y ladra si alguien lo pisa.

Todos mis aparatos eléctricos tienen un adaptador, cosa que francamente no entiendo, ya que prácticamente todos los compré en Italia. Quizás es una paradoja de adaptación.

Otro caso que encuentro francamente irritante es el hielo. Los venezolanos somos como los norteamericanos: generosos con el hielo. Quizás es porque tenemos calor más o menos el 80% del año, o porque tenemos agua que jode, pero en verdad, el hielo es algo que nunca falta en ninguna casa. Nuestras neveras vienen con hieleras incorporadas. En cualquier esquina hay algún negocio que te vende el hielo en bolsas inmensas. La curdita te la venden en combo con vasito de plástico, Coca Cola, y hielo. Si uno se sale de alguno de estos dos países, ese paraíso refrescante desaparece. Yo recuerdo que cuando viajaba a Colombia, en el hotel se me quedaban mirando como si fuera una loca, porque pedía jugo de naranja natural y me servía un vaso lleno de hielo hasta el borde, y me lo iba tomando felizmente, mirando desafiante a la gente a mi alrededor. Lo mismo me pasó en el resto de Latinoamérica. En Europa la cosa no cambia. Aparte que la palabra hielo en italiano es dificilísima de pronunciar: ghiaccio, que se pronuncia algo así como que yiakshio, aunque yo siempre la digo diferente, así que normalmente tengo que hacer la pantomima y el sonido "tin tin tin" para que me entiendan. Después de varios guiashio, yiacho, gacho, dicen "aaaaaah", y me entregan un vaso con dos hielos y una cucharita. Como si fuera un postre. Por otro lado, si uno quiere hacer hielo en casa, pues tienes que recorrerte varios chinos-vende-tutti para ubicar una hielera medianamente decente, pues en la mayoría de los casos, lo que te ofrecen son bolsas de plástico que por dentro tienen huequitos en forma de pelotas, que las llenas con el grifo y son de un solo uso. O unas hieleras mínimas que debes servirte toda la bandeja para satisfacer una pobre cocacolita. Y nadie, nadie, te vende una bolsa de hielo.

Otra cosa que complica notablemente la logística, sobre todo para los que todavía andamos a pie, es el tema de las bolsas. Irónicamente, te venden bolsas y cajas desechables por todos lados y por cualquier motivo. Paquetes de bolsas de basura en los más ingeniosos tamaños y empaques. Bolsitas especiales para botar la arena del gato o para recoger la pupusera del perro en el parque. (Que por cierto, asumo que los productores de estas bolsas deben estar quebrados). En IKEA venden las cajas para mudanzas en 1 Euro. Y consecuentemente, cuando haces una compra en un supermercados o en un negocio, las bolsas también te las venden, y a menos que digas expresamente que quieres una, no te dan. Esto nos generó una confusión horrorosa los primeros días, ya que pensábamos que uno tenía derecho a una bolsa por compra, porque en algún momento del proceso de bolsa preguntan: "bolsa?" y uno ve a su alrededor y hay 15 productos tirados en el mostrador, y responde "Si", pero con cara de "De bolas", y te dan UNA. Perplejos, la primera vez metimos lo que pudimos en esa bolsa, y suplicamos por una segunda que nos dieron a regañadientes. Terminamos cargando un corotero en las manos, produciendo así el viaje a la casa más incómodo hasta la fecha. Luego entendimos que podías pedir más de una pero pagándolas, y cuando me acuerdo, cargar conmigo uno de esos bolsos que se hacen una pelotica, que en el tercer mundo no se entiende su propósito, pero en el primero si. Hoy mismo me pasó: me distraje en el momento de la temida pregunta y salí con dos Coca Colas debajo del brazo. 10 centavos vale una bolsa en un supermercado.

Aunque no es caro, es como extraño pagar esos diez centavos. Lo mismo que cuando pides ketchup y mayonesa en Mc Donalds y te cobran 20 centavos por cada uno. Los pago, no me quejo, pero siempre me da como una sensación de que acabo de hacer algo a la vez tonto e inevitable.

Otro caso extraño y digno de mencionar es el del transporte. La cuestión funciona en una base de confianza. La gente se puede montar por cualquier puerta del autobús o del tren, (el metro funciona como cualquier otro, pero olvidémoslo, ya que es una triste cruz en el centro del mapa), y marca sus tickets en las maquinitas que se encuentran distribuidas a lo largo del transporte. "Bib-bip". Como es muy fácil disfrutar de viajes gratuitos, ya que el conductor del tren no se ocupa de los tickets, tienen implementado un sistema de vigilancia de "Terror-Random". Es decir: de manera aleatoria, se montan en algún autobús un grupo de entre 3 y 10 trabajadores de Atac con camisitas azules y empiezan a pedirle los tickets a la gente. Si no tienes o no lo marcaste al montarte, te ponen una multa. Esta es de 50 Euros si la pagas en el momento y de 100 si la pagas diferida. Me cuentan que de que la pagas, la pagas. Aunque seas turista: te llega luego por correo a tu casa, y tu consulado local se encarga de cobrártela. Ya he visto las temidas patrullas cuatro veces, siempre en horas pico, incluyendo los fines de semana. Si tratas de correr o te resistes, te hacen una rueda de pescado y te bajan, incluso a la fuerza. A un amigo lo agarraron así. Veníamos todos en el autobús, repleto de gente, y a él se le había olvidado meter el ticket. Le explicó esto al empleado, quien le contestó, muy amablemente: "yo entiendo que a tí se te haya olvidado, sobre todo porque eres turista, pero mi trabajo es recordártelo y que no se te vuelva a olvidar". La última vez casi fui yo la multada. Resulta que los tickets no los venden en las estaciones ni en los autobuses, sino en tabaquerías o en kioskos. Pero recordemos que a las dos de la tarde, todo eso está cerrado, y yo necesitaba llegar al centro. Adivinen: iba al banco. Así que decidí tomar el riesgo y comprarlo más adelante, cuando viera algo abierto. Para mi mala suerte, ese fue el autobús que decidieron verificar. Mientras yo mirada aterrada, con mis euros palpitando dentro de la cartera, como se iban acercando a mi, el autobús se detuvo en una parada, y yo dije "permesso", como si fuera una doña de la high, y me bajé, con todo el flair y la elegancia a los que le pude echar mano. Del tiro, ahora cargo un montón de tickets en la cartera, solo para evitar esos momentos desagradables.

El otro día salí, nuevamente, a comprar un adaptador y una extensión, ya que los anteriores no me funcionaron por no percatarme de lo gordito de las patas. Mientras regresaba de la tienda, rumiando lo ilógico del asunto, venía viendo a la gente en mi calle, que siempre están muy alegres y se saludan como en las películas italianas viejas: "buon giorno signorina!" "buon giorno, Don Pascuale!!!" con gritos, sonrisas, y el extraño doble beso en los cachetes comenzando por el izquierdo (o sea, dos veces al revés que nosotros), y me fijé que los dos que se saludaban en ese momento tenían cada uno una bolsita con luces de navidad y adaptadores. En ese momento empezó a sonar un acordeón con una canción bellísima de una ventana a un lado de la calle. La escena fue tan rara y tan simpática, que inmediatamente me dieron ternura mis adaptadores del tamaño de una naranja, y cuando llegué a la casa, los sumé felizmente al San Bernardo al lado de mi cama.