martes, 12 de junio de 2012

Curriculum Bizarro

Es un clásico de la literatura venezolana el comentario de que los que se quedan están "trabajando por el país". Se infiere evidentemente que los que se van, no lo están haciendo. En la realidad actual, la emigración es un tema calientísimo. Basta rozarlo para que se prenda una discusión acalorada. El que defiende la inmigración es un apátrida, en cambio el que dice que se va a quedar a "defender su patria" no lo es. Ese es un patriota, un verdadero orgullo nacional.

El otro día me estuve tratando de contestar una pregunta sin éxito alguno. ¿Qué significa trabajar por el país?

Pasé un buen rato analizando las opciones. Digamos que trabajar por el país (y en este caso, el país es Venezuela, ya que si aplicamos la pregunta a otra nación la respuesta es totalmente diferente) se trata de intervenir activamente en su futuro político. Para lograr esto, tendría que ser militante de algún partido con el que estoy de acuerdo, y participar en mitings, hacer pancartas, distribuir panfletos, contribuir a la causa, y todas esas cosas. Conozco gente que lo hace, y creo que hasta reciben sueldo por hacerlo, sin embargo, es una minoría muy chiquita. Por otro lado, reconozco que detesto la política, me enferman los bululús, y no soy del tipo de persona que quiere convencer a los demás de que piensen como yo. Así que la política no es lo mío. También pienso que esto está bien: ¿se imaginan un mundo en el que todos fuéramos políticos?

De aquí mi análisis me llevó a las obras sociales. Tal vez dedicarle mi tiempo a la ayuda de los menos afortunados, trabajar en alguna Misión entregando lochas a las familias pobres, meterme con los pantalones arremangados en las curvas más intrínsecas de Petare a enseñar a los niñitos a leer y a escribir, porque la educación es lo que nos va a sacar de abajo. Bueno, del primer día no salgo viva, así que evaluemos otra alternativa... ¿quizás hacerlo más de lejitos? ¿Donar plata a las iglesias o a las organizaciones para que otros más valientes o mejor conectados lo hagan por mi? No creo que la limosna sea la solución para una sociedad, y los cincuenta años de populismo salvaje se han encargado de demostrarlo. ¡Que traigan los niños a mi!. No, no vienen. 

Bueno, quizás si soy una persona honesta y trabajadora, que sale todos los días a la calle a enfrentarse al día a día con honestidad y espiritu luchador, emprendiendo negocios nuevos que nos permitan crear un futuro competitivo y exitoso. 

Veamos.

En mi vida, he cambiado tres veces de carrera. Cuando trato de explicar esto a un tercero, siempre trato de hacer trampitas y de exponerlo como si se hubiera tratado de una decisión propia. "Es que a mi me gusta mucho el diseño y por eso decidí hacer de mi hobby una carrera". Aunque en el fondo es cierto, la razón real de mi bizarro curriculum no tiene nada que ver con decisiones propias. Me maté estudiando ingeniería. Me costó Dios y su ayuda graduarme, lo confieso, pero lo hice. Caminé temblando por ese pasillito resbaloso para casi arrancarle mi título al rector, en ese entonces Malpica. Salí de la universidad feliz y pedante, creyendo que en dos meses estaba seleccionando el color de mi Ferrari. Nada más lejos de la realidad. Debí saberlo antes, en el momento en el que empecé a buscar pasantía y me encontré con una cartelera vacía. Desde que entré a la universidad, la cartelera de Mecánica siempre estuvo llena de papeles de empresas buscando pasantes. Imagínense: quien no quiere un nerd de la Simón Bolívar trabajando como un esclavo sin pagarle ni en especies? Resulta que cuando me tocó a mí, el amigo Chávez ya estaba haciendo de las suyas y las empresas dejaron contratar. Me tocó adaptar una pasantía de Industrial a Mecánica, lo cual logré gracias a mis dotes lingüisticas más que matemáticas. Y esta la conseguí gracias a que durante toda la carrera trabajé por horas en una sub-contratista de PDVSA. La cual, para el momento en el que me tocó comenzar a buscar trabajo, un par de trimestres después, ya había sido víctima del paro y había prácticamente cerrado sus puertas. Todos los contactos que hice durante esos años de trabajo se volvieron agua, ya que el paro acabó con los IPC y todos hicieron reducción de personal simultáneamente. Aún así, insistí, (no de gratis salí de la universidad más prepotente del país). Mi curriculum era absolutamente profesional, asesorado por expertos en el área. Lo entregaba en una carpetita de plástico impreso en opalina, una belleza. Y tristemente, veía como lo colocaban en una torre, mientras la secretaria me explicaba: "como ves, la cosa está difícil, no estamos contratando". En PDVSA ni hablar: en el momento en que chequeaban si había firmado empezaba a sonar una alarma y se prendía un bombillo rojo y tenía que salir corriendo del sitio. Eventualmente amplié mi espectro de búsqueda, pero entonces me rechazaban diciendo que no tenía ni experiencia ni estudios. Como buena economía en recesión, comenzaron a exigir tres y cuatro años de experiencia en ventas para trabajar en una tienda de ropa, por ejemplo. Un año y medio después, y ya habiendo fracasado con una excelente iniciativa de montar un negocio de importaciones (pues en ese momento nació CADIVI), y habiendo matado todos los tigres imaginables, ubiqué finalmente mi primer trabajito post-graduación. Era en ventas de exportación y pagaba una mierda. Mi jefe del momento estaba más loco que una cabra. El ambiente era absolutamente hostil, y de paso, yo no tenía ideas ni de ventas ni de exportación. A los pocos días descubrí que la empresa estaba dispuesta a pagarme todos los cursos que quisiera hacer, por lo que mi curriculum pronto engrosó una página completa con todos los cursos de aduanas, comercio exterior, inventario, negociación, y cartas de crédito que pude conseguir. En poco tiempo, el inventario de exportación lo tuve militarizado, los procesos organizados, y al personal semi-educado (dificilísimo hacer que los chivacoenses se organicen), y podía sacar del puerto cuarenta contenedores en dos semanas. Después de cuatro años levantando el departamento de exportación, y después de haber hecho un postgrado en Negocios Internacionales, un día me tuve que levantar de mi puesto y caminar a la oficina del dueño. Le dije: "ya, es hora". Y él me contestó: "si, es hora". El último contenedor que exporté tardó cuatro meses en salir del puerto. Ese día lloré, porque cerramos el Departamento de Exportación. Repartí mi impecable inventario de paletas especiales entre los buitres de las ventas nacionales,  y cuatro años de arduo trabajo, de viajes agotadores y de adaptar a los clientes a nuestras extrañas costumbres (como CADIVI, por ejemplo) se esfumaron en menos de cinco minutos. Mi reinado de terror entre los montacarguistas había terminado. Junto conmigo, todo el resto de los exportadores del país hicieron lo mismo, más o menos en el mismo período. ¿Quien aguanta las condiciones inhóspitas para los productores en Venezuela? Control de cambio, control de precios, control de materia prima, negado el CADIVI, ya tus productos no están en la lista, no hay producción nacional pero no los puedes reponer, la frontera con Colombia está cerrada nuevamente porque Chávez se peleó con Uribe, Puerto Cabello no está recibiendo barcos porque hay vacas flotando en el puerto desde hace un mes, el general eructante hizo un desastre y las navieras retiraron sus rutas de nuestros puertos, los camioneros hicieron un sub-sindicato y le cargan a quien les de la gana. Nos salimos del G3. Nos salimos de la CAN. No nos metimos en ningún lado. En fín: podría escribir páginas y páginas describiendo el sin fin de problemas causados por la imbecilidad del gobierno que eliminó las exportaciones de productos no-tradicionales y obligó al país a volverse dependiente, casi en un 100%, del petróleo. Durante ese tiempo me enamoré del comercio exterior: quería trabajar en una naviera, quería ser gerente del puerto de Los Angeles, quería montar mi propio negocio de exportación-importación de silicona. Imposible, en mi país. Pero aún así, yo no me iba, porque estaba "trabajando por mi país". Mi ramo de trabajo cambió nuevamente. De ingeniería, ni hablar. En verdad después de cuatro años ni siquiera recordaba los nombres de las materias que había visto en la universidad. En esos días, el dueño de la empresa llegó de Italia con un software especializado para hacer renders de ambientes, que es la mejor forma de exponer la cerámica. Como de costumbre, no sabía nada de render, nada de diseño gráfico y nada de nada, y vuelta a hacer cursos y a aprender remotamente. Tuve que aprender a usar un software en italiano sin hablar el idioma, y aprender de iluminación y texturas sin ningún tipo de preparación. Eventualmente me volví una experta en el tema. Y me fue muy bien, hasta que la empresa nuevamente entró en crisis gracias a la imbecilidad del gobierno. Sindicatos, control de precio, control de importaciones, control de materia prima. El país en recesión y las ventas en picada. Mi trabajo, inicialmente un proyecto inmenso de digitalización y mercadeo, se convirtió en una campaña interna basada en el deseo de salvar a la empresa del desastre. 

Durante todo este tiempo, yo marché, y marché y marché. Pinté pancartas. Hice videos. Traté de convencer a mis conocidos chavistas de que estaban equivocados. Grité hasta quedarme sin voz hablando de política. Investigué y leí de política y me hice una experta en derecha y en izquierda. Hablé con los rotarios y con los liberales. Me reuní con adultos y con niños buscando soluciones. Hablé con dirigentes políticos que hoy en día están presos o exiliados ofreciéndoles mi ayuda. Y eventualmente me dí cuenta de que la vida se me estaba yendo entre los dedos sin yo poder tomar una decisión que no fuera en respuesta a las malacrianzas de los gobernantes. Nada de lo que hice cambió nada. Todo lo que hice desapareció, borrado de un gacetazo.

Cuando decidí irme del país, una de mis motivaciones más fuertes fue el deseo de crear el futuro que deseo, y no el que me toca.

lunes, 4 de junio de 2012

Juego de niños

Caracas, valle de balas, ha sido blanco mundial de críticas en materia de seguridad durante mucho tiempo. Las estadísticas son espeluznantes. Los muertos se amontonan en las morgues, a los presos los sueltan a la calle porque no hay suficientes cárceles, (este tema es más complicado que eso pero no quiero entrar en esos deprimentes detalles), la gente se ha autoimpuesto un toque de queda en zonas perfectamente delimitadas tratando de evitar ser el número rojo de la noche. Nadie hace nada, aparte de hablar del tema, y la cuestión ha empeorado progresivamente durante los últimos quince años. Se han "puesto en práctica" veinte operativos de seguridad en este tiempo, y los resultados son desoladores. Estamos entre los países más inseguros del mundo,  y los gobiernos emiten circulares a sus ciudadanos advirtiéndoles del peligro que correrían de viajar a Venezuela. 

El tema de la inseguridad, como bien se conoce entre los venezolanos, es la razón principal que dan los que deciden (decidimos) emigrar. No es la única, pero ciertamente es una razón de peso. Muchos de los que se han ido toman la decisión el día en que los atracan o los secuestran. Otros, la toman antes tratando de evitar justamente eso. Yo confieso que fui muy afortunada, ya que nunca me atracaron ni me secuestraron. No voy a contar aquella vez en la universidad que me persiguieron dos malandros enormes hasta la puerta de mi casa para quitarme "mi mochila", la cual no tenía la más mínima intención de entregar ya que adentro tenía mi fabulosa y nuevecita HP-48G, y todas mis notas de Transferencia de calor II, elementos indispensables para no volver a ver la materia que tanto me estaba costando pasar. Claro que eso fue en otras épocas más inocentes y la amenaza provino inicialmente de un niñito con un cuchillo. Comencé a correr como una loca cuando vi de reojo que dos monstruos venían corriendo hacia mí. El problema terminó cuando tranqué la puerta de la casa: los monstruos siguieron de largo y se olvidaron de mi suculenta mochila estudiantil y de mis notas de transfe dos. Estoy segura de que este episodio no hubiera culminado tan amigablemente en estos días, pero de igual manera no lo puedo contabilizar. En dos ocasiones vi en la autopista como a alguien le quitaban el celular, una vez pensé que me habían robado el carro pero solo me lo habían remolcado (el susto fue el mismo, créanme), y una vez me robaron una Texas Instrument en la universidad. De resto, siempre tuve la grandísima fortuna de ser oyente de las historias y nunca protagonista. Me cansé de escuchar cuentos de como al amigo de este lo mataron el día de su cumpleaños, o al otro que se llevaron por semanas, o aquella fiesta a la que nunca pude ir porque secuestraron a uno de los invitados antes de que yo llegara, o la otra fiesta a la que no fui pero entraron dos coleados y atracaron a todo el mundo, o la otra que ha chocado dos veces el carro contra un muro por que se niega a llevar a los delincuentes a su casa. No quiero entrar en detalles, porque son demasiados y todos muy muy tristes, los cuentos abundan y en muchos casos son muy cercanos. Tan cercanos como mi mamá, por ejemplo, quien pasó el peor susto de su vida una noche tranquila, tempranera, después de pasarse un día riquísimo conmigo. 

El día de hoy, irónicamente, y por primera vez en mi vida, estuve presente y en primera fila en el robo a un establecimiento. Digo irónicamente porque se supone que estoy tratando de vencer a las estadísticas venezolanas. Estaba tranquilamente haciendo la cola para pagar en el automercado con mi esposo, y de pronto sentí una conmoción más adelante. La cola estaba larguísima, como es costumbre en ese sitio. Al principio, y por la reacción de la gente (una mezcla de sorpresa y disgusto), pensé que habían cerrado la caja en la que estaba haciendo la cola y que tendría que hacer una cola considerablemente más larga en una de las otras cajas abiertas. Estiré el cuello para ver que estaba pasando, y mi esposo me dijo "hmmm.... están atracando el supermercado". Pero me lo dijo con tal tranquilidad que instintivamente volteé porque pensé que estaba bromeando. Efectivamente, en mi caja había un muchacho inmenso vestido de motorizado (aquí los motorizados usan ropa muy específica, como si fueran a participar en una carrera en cualquier momento), con una capucha como los malhechores de las comiquitas, y una Beretta que blandía silenciosamente de un lado a otro. Instintivamente, mi esposo y yo retrocedimos tranquilamente y nos fuimos al fondo del supermercado. Algunas personas hicieron lo mismo, otras reaccionaron un poco más histéricamente y se fueron corriendo, y otras simplemente se quedaron ahí, estableciendo su indignada posición ante los hechos.

En cinco minutos ya el hombre había barrido con el efectivo de las cuatro cajas y con la misma rapidez y silencio con la que entró, se fue. El supermercado cerró las puertas para que no pasaran más clientes, pero a los que estábamos dentro nos permitieron pagar, lo cual hicimos con un poquito de pena ya que las pobres cajeras lloraban mientras le cobraban a la gente. Antes de que nos tocara a nosotros ya había llegado la policía y estaban tomándole declaraciones a la gente. De manera muy informal, debo aclarar.

Cuando llegamos a la casa nos conseguimos con uno de los vecinos, con quien comentamos los sucesos. Se mostró sumamente sorprendido, ya que ha vivido aquí toda su vida y es la primera vez que escucha que pase semejante barbaridad en su zona. Las exclamaciones de horror e indignación fueron abundantes, sobre todo porque aparentemente, todos en Italia conocen nuestra situación de inseguridad ("Oh! Venezuela! Pelicoroso! Dangerous!"). Y luego nos preguntó: "¿y pasaron mucho miedo?", a lo cual nosotros contestamos riéndonos: "que va, nosotros venimos de Venezuela!".