Desde que tengo quince años me he cortado el pelo con la misma persona. Con ella recorrí al menos cuatro peluquerías, ya que si ella cambiaba, yo me iba detrás. Ella se sabe mi vida y yo la suya. Me peinó para mi graduación y para mi matrimonio. Me acompañó en todas las locuras que hice: pelo rojo, negro con rojo, rojo con negro, anaranjado con amarillo, anaranjado marrón y rojo, corto, muy corto, lánzate que no hay erizos. No soy muy delicada con mi cabello, porque ya aprendí que no importa lo que pase, él es noble y vuelve a crecer, pero si delicada con la persona que me lo corta. Cada vez que sucumbía a la presión de alguien o a las circunstancias y me lo cortaba con otra persona, el resultado era catastrófico.
De hecho, la historia de mi cabello corto es esa: Martha estaba ocupada ese día y yo estaba de pasada por Caracas (en ese momento vivía en Margarita), y solo tenía esa única tarde para peluquearme. Así que ante la opción aterradora de cortarme el pelo en la isla, opté por ir a la peluquería de al lado y sentarme. Tenía el pelo muy largo, y lo quería un poco más corto por el calor, así que en una revista busqué un cortecito y se lo mostré a la muchacha. De reojo, vi como después del primer tijeretazo caían al menos veinte centímetros de cabello en el suelo. Pero pensé que era un corte escalonado, que era el lado más corto, qué se yo de peluquería. El segundo tijeretazo fue definitivo: brisa en la nuca. Con los ojos desorbitados le pregunté que qué diablos estaba haciendo, y ella me respondió: "Bueno mijita, el corte que me pediste!", y yo le señalé la foto, abierta frente a mí, y ella me dijo: "no, tu me dijiste el de al lado". Salí como un varoncito del Santo Tomás de Aquino, lagrimeando desde el Centro Plaza hasta mi casa. Eventualmente me acostumbré al tema, pero definitivamente, hubiera preferido que la transición fuese voluntaria.
Aparte de mi peluquera de confianza, yo tenía mi esteticista de confianza. Una catira espectacular en el CCCT, con más cursos que un cirujano plástico enmarcados en las paredes, a quien le permitía arrancar de un tirón certero los rulitos que me salen en las cejas. Es una artista de la pinza: cualquiera que pueda acomodar mis cejas chicharronas tiene que serlo. Cualquier adicional referente al cutis también iba con ella: para algo tienen que servir ese montón de diplomas en las paredes. Antes de irme le supliqué que me enseñara que hacer sin ella, y pacientemente me explicó todo. De más está decir que no estoy ni cerca del mismo resultado.
Tengo que admitir que una de las cosas que me preocupaban de venirme a vivir a otro país era la ausencia de estas dos personas en mi vida. Ya me había advertido que aquí ese tema era bastante caro, y que no iba a poder estar yendo a la peluquería como lo hacía antes. Las europeas en general no invierten en sí mismas la cantidad de plata que invierten las latinas. Tengo que admitir que la diferencia se nota: las venezolanas siempre andan con el cabello, la cara y las manos arregladas, cosa que aquí no sucede. Esto hace que la amenaza de la gente sea certera: en la mayoría de las peluquerías (y estamos hablando de una peluquería en las afueras de la ciudad, vieja y fea) un corte te cuesta alrededor de 40 euros. Lo cual en comparación, es bastante. Ni siquiera pregunto cuanto vale un tinte, y mucho menos uno de esos en los que quieres tener cuatro colores en la cabeza, como solía hacer yo.
Adicionalmente, la noción de entrar a una peluquería y especificar como quiero el corte, con un peluquero nuevo, en un idioma que todavía me hace trampas, y sin conocer exactamente las costumbres del país (como por ejemplo, algo tipo "si no dices nada te ponen un baño de crema especial que vale 50 euros, tienes que avisar que no lo quieres", que son las cosas que me pasan a cada rato), me resultaba absolutamente aterradora. Por todas estas razones, pasé los primeros once meses aquí sin atreverme a solicitar el primer tijeretazo italiano. En algún punto me convencí de que lo que pasaba era que quería volver a tener el cabello largo. Un mes de verano romano fue suficiente para arrancarme de la silla y llegarme hasta una peluquería, recomendada, y tímidamente mostrarle una foto al peluquero de qué es lo que más o menos quería.
Hice cita, primeramente, porque aquí todo es con cita. Y llegué puntualísima. De hecho, un poquito antes. El chico me dijo que me podían ir lavando mientras él terminaba con la muchacha a la que le estaba secando, y que me atendía en seguida. "Subito". La asistente de lavado, una catirita simpática, me ofreció café y agua, y me llevó diligentemente a lavarme el cabello. Cerré los ojos y apreté los dientes por reflejo, porque no importa en qué peluquería caraqueña me lavaran, era como si estuvieran sacando mugre de hace mil años: uñas clavadas, rasguños, sangre en el cuero cabelludo. Esas mujeres lo tratan a uno como si estuvieran lavando un cochino para cocinarlo. Un minuto después, abrí un ojo, y después el otro, y luego aflojé los dientes. Esta chica me lavaba como si fuera una mamá bañando al bebé. Así que me relajé y la dejé hacer lo suyo. Al rato, después del conocido shampoo-shampoo-acondicionador, en lugar de el golpecito en la espalda y la toalla alrededor de la cabeza, lo que sentí me hizo abrir los ojos nuevamente un poquito alarmada. La chica me estaba haciendo un masaje en la cabeza. Y con un cariño, además, que por un momento hasta pensé que le gustaba. No solo eso: es el mejor masaje que me han hecho en mi vida. Ese día entré en la peluquería preocupada por un montón de cosas que todavía no logro recordar qué eran. Resulta que cuando ella terminó, el peluquero todavía le faltaban como diez minutos, así que la costumbre es que para que no te aburras, o te pongas un poquito triste mientras esperas, te hacen tu masajito, como quien dice, un servicio.
Cuando me tocó a mi, y el chico me volvió a pedir que le explicara bien el corte, estaba tan relajada y tan absolutamente feliz, que le respondí: "la verdad es que ya ni me importa, córtalo como quieras"...