El otro día estaba esperando el ascensor. Estaba apurada, y tenía una bolsa pesadísima entre los brazos, que no podía dejar en el suelo. Unos segundos después de mí llegó un hombre que presenció impávido como yo oprimía dificultosamente el botón de bajada.
Llegó el ascensor más alejado a donde yo estaba esperando, y no sonó la campana que usualmente anuncia su llegada. Yo en ese momento me estaba tratando de quitar un cabello de la cara. Por el rabillo del ojo, alcancé a ver como el hombre que esperaba a mi izquierda saltaba dentro del ascensor y oprimía el botón para cerrar la puerta. Me quedé sola frente a los ascensores, sintiendo más que nunca la hostilidad y la desesperación de la vida caraqueña. Volví a oprimir, ahora con más dificultad porque tenía los brazos cansados, el botón para bajar.
Ya la cuestión se está volviendo personal. Ya no es simplemente la desidia por el prójimo la que nos ataca: ahora es un odio aguerrido por todos los que nos rodean y conviven con nosotros. Ya los asuntos callejeros no se pueden saldar con una maldición gitana, “ojalá que se te marchite y se te caiga”. Hay que pasar a acciones más contundentes.
Yo pienso que esta sociedad se ha convertido en un animal que ha sido apaleado por su amo muchas veces sin razón. Es un animal masoquista y sufrido, porque sigue regresando una y otra vez a seguir llevando palo. Pero los efectos de tanta golpiza han generado que se vuelva hostil, bipolar y violento. No se percibe ni la más mínima amabilidad en la calle, cada vez menos personas se interesan en prever como sus acciones afectan a los demás. Sencillamente, ya no les importa.
En mis últimas vacaciones tuve la oportunidad de presenciar una escena que fue totalmente nueva para mí. Estaba esperando para pagar unos dulces, y no había una línea para esperar, ni números. La vendedora se demoró con una ancianita que quería conversar acerca de todos y cada uno de los dulces que allí había, y se fue acumulando la gente alrededor del mostrador. Cuando dijo “el siguiente, por favor”, nadie dijo nada. Una señora le indicó al señor que estaba al lado “señor, el siguiente es usted”. El señor le dio las gracias, le dijo que si ella lo decía debía ser así. Luego llegaron más personas, y preguntaron quien era el último, y allí mismo, frente a mis ojos, se encendió una discusión de lo más animada donde todos decían ser el último. Finalmente lograron organizarse y siguieron esperando tranquilamente, mientras conversaban o miraban por la ventana. Pagué casi llorando.
¿Hace falta que haga el contraste o ya todos lo tenemos bien claro?
Cypher dijo: “ignorance is bliss”. A veces comparto su opinión. Sin haber salido todavía de territorio europeo, en lo que uno llega al aeropuerto a tomar el vuelo a Venezuela, de regreso al control de cambio, al 60% de inflación, a la escasez y a la tierra de las continuas elecciones (en Alaska hay un pueblo en el que es navidad todo el año, se deben sentir igual que nosotros), se da cuenta de que también es el vuelo de regreso a los venezolanos. La puerta es fácil de identificar, a menos que haya otros vuelos a Latinoamérica cerca. Solo de acercarse comienza el estrés. En este último viaje hubo una mujer que hizo pasar a su mamá, una vieja retaca que se parecía ligeramente a un dodo, por lisiada. “Ella no puede hacer esa cola, está muy débil”. La pasaron delante de todos, en la ida y en la vuelta, con una silla de ruedas. Curiosamente, después vi a ese pajarraco debilucho forcejeando con un maletón enorme, (el cual logró izar en vilo, ante mi sorpresa, pues yo hubiera buscado ayuda), mientras la cretina de la hija corría como una loca por todo el carrousel de las maletas, apuradas para llegar de primeras a los taxis y no “calarse esa cola”. Como si en Barajas no hubiera ochocientos mil taxis. Esas dos se llevaron una de mis maldiciones gitanas más inspiradas.
En el avión, me encuentro con que la señora que está frente a mi tiene la silla recostada, en esa posición en la que no se debe estar hasta que el avión despegue. A duras penas logro escurrirme en mi angostísimo asiento, pero ya no puedo hacer más nada. Mi esposo se inclina hacia la doñita, y le dice “disculpe señora, ¿podría enderezar su asiento para que mi esposa pueda acomodar su cartera?”. La mujer le contestó, con voz alterada y chillona “ella no puede meter la cartera debajo del asiento porque tiene que meterla en las gavetas de arriba”. Molesto, mi esposo le dijo, con un tono de voz que no se prestaba a segundas interpretaciones: “señora, el asiento debe estar en posición vertical hasta que el avión despegue, así que le agradezco que enderece su asiento”. La señora le hizo caso, pero agregó altaneramente que era solo hasta que el avión despegara. De más está decir que la señora pasó un vuelo terrible, porque el asiento hay que enderezarlo a cada rato, y cada vez que lo hacía era como una pequeña derrota para ella: el asiento estaba trabado y tenía que pedirle ayuda al marido, un gordo horroroso que se desparramaba por todos lados. El problema que acarrea esa actitud es que hay que cosechar lo que se siembra, y mientras yo reclinaba mi propio asiento con cuidado y preguntándole a la chica de atrás si ya estaba lista, (en vez de hacerlo de golpe y sin avisar, como la mayoría de la gente), actué durante las DIEZ horas de vuelo como si no hubiera nadie delante de mí. Es decir: esa silla llevó tres veces más patadas y empujones que si la doñita hubiera sido civilizada conmigo desde un principio. A mitad de vuelo tuve un deja vu: unos dedos horribles, arrugados y manchados reptaron por el monitor instalado frente a mi asiento, como dos garritas de murciélago, y se clavaron en mi película. Esperé unos segundos a ver si se daba cuenta, pero no me quedó de otra sino darle tres toquecitos impertinentes en un nudillo. “¿Podría quitar sus dedos de mi monitor?”.
El principal problema de esta situación es que mientras nadie le ponga un reparo, solo va a empeorar. Por eso siempre se habla del “espiral de violencia”: mientras más violencia hay más violencia se va a generar. Supongo que eventualmente, terminaremos en una guerra civil: por algún lado hay que destapar esa olla de presión de odio y resentimiento, entre todos los bandos. Ricos y pobres, opositores y chavistas, nuevos ricos y vieja oligarquía. Algún día se formará la gran tángana.
Llegó el ascensor más alejado a donde yo estaba esperando, y no sonó la campana que usualmente anuncia su llegada. Yo en ese momento me estaba tratando de quitar un cabello de la cara. Por el rabillo del ojo, alcancé a ver como el hombre que esperaba a mi izquierda saltaba dentro del ascensor y oprimía el botón para cerrar la puerta. Me quedé sola frente a los ascensores, sintiendo más que nunca la hostilidad y la desesperación de la vida caraqueña. Volví a oprimir, ahora con más dificultad porque tenía los brazos cansados, el botón para bajar.
Ya la cuestión se está volviendo personal. Ya no es simplemente la desidia por el prójimo la que nos ataca: ahora es un odio aguerrido por todos los que nos rodean y conviven con nosotros. Ya los asuntos callejeros no se pueden saldar con una maldición gitana, “ojalá que se te marchite y se te caiga”. Hay que pasar a acciones más contundentes.
Yo pienso que esta sociedad se ha convertido en un animal que ha sido apaleado por su amo muchas veces sin razón. Es un animal masoquista y sufrido, porque sigue regresando una y otra vez a seguir llevando palo. Pero los efectos de tanta golpiza han generado que se vuelva hostil, bipolar y violento. No se percibe ni la más mínima amabilidad en la calle, cada vez menos personas se interesan en prever como sus acciones afectan a los demás. Sencillamente, ya no les importa.
En mis últimas vacaciones tuve la oportunidad de presenciar una escena que fue totalmente nueva para mí. Estaba esperando para pagar unos dulces, y no había una línea para esperar, ni números. La vendedora se demoró con una ancianita que quería conversar acerca de todos y cada uno de los dulces que allí había, y se fue acumulando la gente alrededor del mostrador. Cuando dijo “el siguiente, por favor”, nadie dijo nada. Una señora le indicó al señor que estaba al lado “señor, el siguiente es usted”. El señor le dio las gracias, le dijo que si ella lo decía debía ser así. Luego llegaron más personas, y preguntaron quien era el último, y allí mismo, frente a mis ojos, se encendió una discusión de lo más animada donde todos decían ser el último. Finalmente lograron organizarse y siguieron esperando tranquilamente, mientras conversaban o miraban por la ventana. Pagué casi llorando.
¿Hace falta que haga el contraste o ya todos lo tenemos bien claro?
Cypher dijo: “ignorance is bliss”. A veces comparto su opinión. Sin haber salido todavía de territorio europeo, en lo que uno llega al aeropuerto a tomar el vuelo a Venezuela, de regreso al control de cambio, al 60% de inflación, a la escasez y a la tierra de las continuas elecciones (en Alaska hay un pueblo en el que es navidad todo el año, se deben sentir igual que nosotros), se da cuenta de que también es el vuelo de regreso a los venezolanos. La puerta es fácil de identificar, a menos que haya otros vuelos a Latinoamérica cerca. Solo de acercarse comienza el estrés. En este último viaje hubo una mujer que hizo pasar a su mamá, una vieja retaca que se parecía ligeramente a un dodo, por lisiada. “Ella no puede hacer esa cola, está muy débil”. La pasaron delante de todos, en la ida y en la vuelta, con una silla de ruedas. Curiosamente, después vi a ese pajarraco debilucho forcejeando con un maletón enorme, (el cual logró izar en vilo, ante mi sorpresa, pues yo hubiera buscado ayuda), mientras la cretina de la hija corría como una loca por todo el carrousel de las maletas, apuradas para llegar de primeras a los taxis y no “calarse esa cola”. Como si en Barajas no hubiera ochocientos mil taxis. Esas dos se llevaron una de mis maldiciones gitanas más inspiradas.
En el avión, me encuentro con que la señora que está frente a mi tiene la silla recostada, en esa posición en la que no se debe estar hasta que el avión despegue. A duras penas logro escurrirme en mi angostísimo asiento, pero ya no puedo hacer más nada. Mi esposo se inclina hacia la doñita, y le dice “disculpe señora, ¿podría enderezar su asiento para que mi esposa pueda acomodar su cartera?”. La mujer le contestó, con voz alterada y chillona “ella no puede meter la cartera debajo del asiento porque tiene que meterla en las gavetas de arriba”. Molesto, mi esposo le dijo, con un tono de voz que no se prestaba a segundas interpretaciones: “señora, el asiento debe estar en posición vertical hasta que el avión despegue, así que le agradezco que enderece su asiento”. La señora le hizo caso, pero agregó altaneramente que era solo hasta que el avión despegara. De más está decir que la señora pasó un vuelo terrible, porque el asiento hay que enderezarlo a cada rato, y cada vez que lo hacía era como una pequeña derrota para ella: el asiento estaba trabado y tenía que pedirle ayuda al marido, un gordo horroroso que se desparramaba por todos lados. El problema que acarrea esa actitud es que hay que cosechar lo que se siembra, y mientras yo reclinaba mi propio asiento con cuidado y preguntándole a la chica de atrás si ya estaba lista, (en vez de hacerlo de golpe y sin avisar, como la mayoría de la gente), actué durante las DIEZ horas de vuelo como si no hubiera nadie delante de mí. Es decir: esa silla llevó tres veces más patadas y empujones que si la doñita hubiera sido civilizada conmigo desde un principio. A mitad de vuelo tuve un deja vu: unos dedos horribles, arrugados y manchados reptaron por el monitor instalado frente a mi asiento, como dos garritas de murciélago, y se clavaron en mi película. Esperé unos segundos a ver si se daba cuenta, pero no me quedó de otra sino darle tres toquecitos impertinentes en un nudillo. “¿Podría quitar sus dedos de mi monitor?”.
El principal problema de esta situación es que mientras nadie le ponga un reparo, solo va a empeorar. Por eso siempre se habla del “espiral de violencia”: mientras más violencia hay más violencia se va a generar. Supongo que eventualmente, terminaremos en una guerra civil: por algún lado hay que destapar esa olla de presión de odio y resentimiento, entre todos los bandos. Ricos y pobres, opositores y chavistas, nuevos ricos y vieja oligarquía. Algún día se formará la gran tángana.
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