A las doce de la noche, más o menos, estábamos en Milán ante la perspectiva de esperar hasta las siete de la mañana que saliera nuestro tren. Veníamos en el metro junto con un montón de gente que también venía saliendo del partido y algunos turistas rezagados. El metro en el que nos montamos era curiosísimo: era completamente rosado y blanco, y las sillas, aunque de plástico, parecían sacadas de una casita de Barbie. Nos bajamos del metro frente a la estación central, con la sensación de estar en un sueño. Al salir a la calle, el cambio de temperatura nos agarró por sorpresa, como de costumbre, y el cansancio, el frío, y el metro de Bubblelicious acentuaron la impresión de irrealidad. Decidimos buscar un café o algún bar que estuviese abierto un domingo a semejante hora, y conseguimos tres: McDonalds, una pizzería con luces estrodoscópicas y dueño árabe-milanés, y un bar barroco. Nos decidimos por el bar, ya que McDonalds cerraba a la 1 y la pizzería era carísima. El local era ya de por sí extraño: la decoración era recargada, una combinación de negro, blanco y morado, lámparas antiguas por todos lados, un arreglo de frutas gigantesco en el fondo, y como cinco mesoneros paquistaníes con cara de odio. Solo habían cuatro personas dentro del bar, y estaban sentados en una de las tres mesas que había dentro. Cuando entramos, nos saludaron a gritos y nos preguntaron como había quedado el juego. Les respondimos riéndonos y nos sentamos. Ordenamos café y paninos, y nos dispusimos a tratar de estirar el tiempo lo más posible.
El otro grupo estaba compuesto por dos parejas más o menos maduritas, calculo que estarían en sus cuarenta y algo. Sin embargo, todos eran hermosos al mejor estilo de Jersey Shore. Eran dos hombres y dos mujeres. Todos estaban al borde de la ebriedad y gritaban y bebían champagne como si fuera agua. Pronto entendimos que el más escandaloso era el dueño del local: un tipo super atractivo, una especie de Cristiano Ronaldo italiano, con un acentuado bronceado que lo tenía casi totalmente anaranjado, ojos azules y cabello largo. Su acompañante era una chica rubia, brincona, que se contoneaba y le mostraba el escote cada vez que podía, y que estaba a punto de caerse al suelo de la pea. El otro hombre estaba completamente vestido de negro, pero la ropa que tenía puesta era exageradamente metrosexual. También tenía el pelo largo, y estaba mucho más tranquilo que el resto del grupo. A él lo acompañaba una mujer, treinta casi cuarenta, muy bonita, con unas tetas inmensas.
Un rato después llegaron dos muchachas, que saludaron a todos con gritos y besos al aire. Dijeron que esperaban un amigo, y les sirvieron vino en la tercera mesa que quedaba libre. El local era pequeñito, así que para que ellas se sentaran todos tuvimos que movernos un poco. Había música que variaba entre baladas italianas y árabes. Un rato después, una de las muchachas empezó a contar que ella sabía bailar la danza del vientre, que estaba en clases de música árabe, y que si queríamos verla bailar. Obviamente, todos dijimos que si, así que la muchacha se levantó y se puso una bufanda alrededor de las caderas. Como todos los no-árabes que tratan de hacerlo, bailaba terrible, una especie de stripper principiante pero con mucho entusiasmo. No había pasado un minuto y ya la catira estaba de pie, meneándole el trasero a su dandy italiano. La otra chica, con aire dudoso, también se levantó y se puso a bailar, pero se le notaba la falta de compromiso en la cara.
En vista de que ya no era la estrella de la noche, la primera chica se montó de un brinco encima de la barra y empezó a dominar la concurrencia desde ahí, emocionándose cada vez más, una pequeña Shakira in-the-making. En ese momento, dos italianos de unos sesenta años venían pasando frente al bar y cuando vieron semejante espectáculo, se miraron con ojos inmensos, se riéron a carcajadas, y entraron. El mesonero les dijo que no habían mesas, que si querían sentarse afuera, y los dos viejos le devolvieron una mirada de "obviamente no", así que les habilitaron una cuarta mesa en un rincón, desde donde los viejos veían a las muchachitas bailando y se reían fascinados. Un rato después, esto se repitió con una pareja de alemanes: era evidente que la mujer estaba indignada con lo que estaba pasando, pero al hombre le parecía de lo más interesante, así que metieron una quinta mesa donde solo parecía caber tres. El alemán sonreía y enrojecía cada vez que volteaba a ver a las señoritas danzantes. La rubia pareció entrar en calor, y del contoneo insinuante inicial pasó directo al perreo más reggetonero, en su versión italiana sin movimiento de caderas. Eventualmente, se le lanzó directamente encima al dandy y comenzó a lamerle la oreja como si quisiera sacarle una metra que tuviera dentro.
Al rato llegó el caballero amigo de las dos decentes señoritas, un hombre vestido como el mejor de los bohemios, con boina y sobretodo marrón, y se sentó con cara de no haber estado esperando eso. Al terminar la canción, las señoritas se bajaron del bar, la rubia se sentó encima de las piernas de su recién adquirida conquista, y los viejos pagaron y se fueron porque francamente, ya habían visto lo que querían ver. Mientras esto pasaba, nosotros recibíamos continuamente miradas interrogantes, supongo que preguntándose como íbamos a reaccionar, pero como nos estábamos riendo y conversando mientras mirábamos el baile, eventualmente dejaron de preocuparse.
Pedimos otro café, hablando de que ese bar había sido excelente elección. Las muchachas se fueron con el bohemio, y salieron cubiertas de aplausos de todos los presentes, particularmente del alemán, que casi les hace una standing ovation mientras la mujer lo miraba con ojos chiquitos. Mientras tanto, la música árabe y el perreo intenso habían puesto a la catira en una bajada en la cual no la paraba nadie, y de lamerle la oreja al hombre había pasado a chuparle toda la cara mientras lo agarraba por todos lados como si se estuviera cayendo. La otra pareja se reía y brindaba, y les decían que dejaran el sebo, que qué ladilla (en italiano). Un rato después la catira estaba sentada encima del tipo, de frente a él. Tenía un minúsculo vestidito de flores, el cual en esta posición se había convertido básicamente en una camisa, y una pantaletita hilo dental la cosa más bella e inútil del mundo, ya que nos dejaba ver todo lo que estaba pasando allá abajo. Mi esposo se reía y me decía que era como tener un televisor al frente, simplemente no podía dejar de ver aunque quisiera. El alemán estaba en la misma situación, mientras su mujer lo miraba furibunda desde el otro lado de la mesa, y de vez en cuando dirigía miradas reprobatorias hacia la pareja indecente. Yo me reía y de rato en rato también echaba una miradita, sobre todo porque era comiquísima la forma en la que la mujer continuaba lamiendo al tipo. Quizás pensaba que era una gran zanahoria. El caballero ya había sido arrastrado por la rubia y andaba rodando por la misma bajada, y en pocos minutos ya la pantaletita estaba toda estirada, lo mismo que la parte de arriba del vestido.
La otra pareja, aburrida, voltearon sus sillas hacia nosotros y establecieron una apuesta: si iban a "hacer el sexo" ahí frente a nosotros o no. "Do the sex", repetían una y otra vez. Apostamos un euro, aunque no logro recordar si apostamos a favor o en contra, ya que a mi me parecía que para efectos prácticos, la apuesta estaba tardía y ya lo estaban haciendo. Cuando supieron que éramos venezolanos se quedaron sorprendidísimos, ya que ni siquiera sabían que Venezuela era un país. De nuestro presidente nunca había escuchado hablar. A mi esposo le decían que no parecía italiano, aunque fuera hijo de uno: "pareces irlandés", fue el veredicto. Y a mi me dedicaron unos buenos cinco minutos, ya que cuando les dije que era 100% caraqueña, simplemente no lo podían creer. "Pero pareces una italiana!" "Te ves igual a mí", me repetía la chica. No se si es que tenían la noción de que Latinoamérica es un gran Perú o qué. El hombre se presentó como un diseñador de modas milanés, dueño de una revista de modas, y ella como su esposa, también diseñadora y dueña de la misma revista. Nos ofrecieron trabajo en Milán y ayudarnos a abrir una cuenta bancaria en Hong Kong. Y nos dijeron que Milán era hermosa, pero que Roma era Roma, y que en el mundo solo habían tres ciudades: New York, París y Roma.
Finalmente, el dandy anaranjado se cansó del abuso físico al que estaba siendo sometido, o tal vez le dió frío por tanta lamedera, y decidió llevar a la chica a su casa. No sé si se refería a la de ella o a la de él, pero cuando se levantaron esa mujer estaba tan borracha que como que daba lo mismo, a donde fueran iba a quedar tendida cuan larga era. El hombre se puso un sobretodo negro que le llegaba a los pies, que parecía una chaqueta de flux larga, sin embargo, en el cuello, en las mangas, y en el borde de abajo tenía ese peluche blanco que se usa tanto en los inviernos en Europa. Tal vez era chinchilla, pero en esa confusión realmente yo no estaba para análisis de moda. El hecho es que entre la extravagante chaqueta, que hacía juego con los zapatos de piel de cocodrilo blanco, el color anaranjado, los ojos tan claros que eran casi blancos, y el pelo largo, rubio y húmedo de tanta saliva de la reggetonera, la impresión que me dió fue de que estaba en el bar-fachada de Lestat el Vampiro, y que la chica del vestido floreado en realidad era su cena.
Cuando se fueron, los mesoneros paquistaníes nos llevaron inmediatamente y llenitos de odio la cuenta a la mesa, la cual pagamos y nos fuimos, después de una efusiva despedida de los diseñadores, que nos dieron sus correos, tarjetas de presentación, y nos desearon mucha suerte y mucha felicidad.
Cuando llegamos a la estación del tren y nos dimos cuenta que estaba cerrada, en realidad no nos importó mucho porque finalmente... pensábamos que estábamos soñando.
2 comentarios:
Hola Vane, me encanta tu blog, la verdad es que no solo puedo saber de ustedes sino que ademas me cago de la risa leyendolo. No se te ocurra abandonarlo hehe.
Besos y saludos!!!
:D gracias!!! igual!
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