Cuando llegamos a Italia, teníamos todo un plan. Evidentemente, y como es normal en la vida, ninguna parte del plan se cumplió. El primer año es el más difícil, me dijeron una y otra vez. Los primeros meses buscamos trabajo como locos, mientras vivíamos de los ahorros. Nos salieron algunos trabajos, pero todos en bolívares, los cuales, como ya sabemos, no son taaan útiles de este lado del mundo. En esta era cibernética, las empresas no quieren recibir papel, así que ese cuento de nuestros padres de "tienes que salir a la calle" ya no sirve. Bueno, sirve para que te regresen a tu casa a registrarte en la página de la empresa y a enviar tu curriculum electrónico. Ni siquiera te aceptan el papel por lástima. El spam vía email también cae en el vacío: después de enviar cientos de correos y recibir una sola respuesta, desistimos. Y el día en que abrí una oferta de trabajo para un supermercado (es decir, sueldo menos que mínimo), en la que ofrecían 22 cargos y habían más de mil aplicantes, cerramos definitivamente de los buscadores de empleo. Cuando todos los puestos de trabajo peor pagados están llenos por los locales, los extranjeros no tenemos mucho que buscar. (Es decir: si el carajito italiano que te vende las hamburguesas por 500 euros más cestatickets en el Burguer King de la esquina habla tres idiomas y tiene un título de arquitecto, tu carrera y tu postgrado te los puedes meter por el culo). Me sentí como Ariel: por fin tengo piernas, pero no me sirven para un carajo.
Empezamos a probar otras opciones, pero a medida que pasa el tiempo y empiezas a verle el fondo al pote, te puedes desesperar. En esta desesperación, plantamos muchas semillas, pero no le dimos tiempo a ninguna de crecer. Y claro, intentando una cosa después de la otra, tampoco regamos ni cuidamos ni le paramos bolas a ninguna semilla plantada.
Unas semanas después, nos dimos cuenta de que nada de lo que estábamos haciendo iba a funcionar, por el tema de las semillas que no crecen y tal. Además, soy terrible con las matas: hasta los cactus se me mueren. Ahogados o de sed, los he matado de las dos formas. Conversando con alguien, y dando consejos que yo misma no estaba siguiendo, me di cuenta de que emigrar, aparte de un reto y todo eso que ya se ha dicho hasta el cansacio con o sin romanticismo, representa también una oportunidad.
Mi curriculum es el resultado tortuoso de una serie de decisiones, casi siempre fortuitas y forzadas, y orientadas por un deseo subyacente de hacer algo, que nunca terminó de ser lo que quería hacer. Es decir: ingeniería fue un error, porque en realidad nunca me gustó la carrera. Aparte de eso, nunca la pude ejercer, por motivos políticos y ajenos a mi voluntad. Ventas fue el único trabajo que pude encontrar en la Venezuela post-paro, y exportaciones fue algo que tuve que aprender para evitar el desempleo absoluto de la Caracas de antier. Comercio internacional fue un juego interesante y divertido, pero cuando ya había aprendido suficiente y me volví buena, el gobierno me cerró las exportaciones y mi trabajo de cinco años y mis postgrado quedaron convertidos en una gran carpeta en la computadora y un candado en el almacén. De ahí pasé a los ambientes digitales, una vez más por cuestiones del destino, los cuales desarrollé por cuenta propia hasta llevar a un nivel bastante aceptable (mentira, me quedan arrechísimos!). Que eventualmente se complementaron con un poco de diseño gráfico, y luego, mucho diseño gráfico, hasta el punto que tuve que empezar a tomarme en serio mi vaina y tuve que hacer cursos y leer muchos libros y preguntar mucho más, a falta de una educación formal. Reconozco que nunca fui capaz de llamarme a mi misma "diseñadora gráfica", y lo redondeaba diciendo que "trabajo en diseño".
Lo cual me lleva al punto en el que estoy ahora: no soy ingeniero, ya que tengo el título sin nada de experiencia, y francamente, de vaina me acuerdo por qué es que hierve el agua. No soy internacionalista, ya que lo que aprendí fue para importaciones a Venezuela, y cuando cambias el país, la cosa cambia por completo y es como aprender una nueva carrera. No soy diseñadora gráfica, ya que aunque tengo la experiencia, carezco de la formación formal, así que no tengo entrada en las agencias de publicidad, y mi portafolio consistía básicamente en lo mismo repetido ad-infinitum, ya que siempre fue la misma empresa, el mismo logo. Pero me quedaban los ambientes! Y por ahí me iba a ir, hasta que me dí cuenta de que aquí eso es el reinado de los arquitectos, quienes lo defienden celosamente ya que según me dicen, arquitectura es una carrera maldita en este país. Y nada de trabajos mundanos: los mal pagados están copados por los italianos, y los muy mal pagados, por los bangladesíes y los tunesinos.
Así que nuevamente, llegó la hora de decidir qué iba a hacer con mi vida. Empezar de cero estaba decretado, aunque si soy honesta, siempre estuve preparada mentalmente para esta posibilidad. Así que determiné que finalmente había llegado la hora de hacer lo que he querido hacer desde que tengo 5 años: dibujar. Cosa que nunca tomé en serio, ya que en mi país de origen, el 99% de los artistas no llegan a ningún lado, pero que de este lado del mundo, tiene un espectro de trabajo inmenso.
Así que dicho y hecho: me enrolé en una de las mejores escuelas romanas de ilustración, lo cual aún no me termino de creer. Voy a las clases como en un sueño, llueve, truene o granize. Me gustan tanto mis profesores que les doy las gracias al final de la clase. No les puedo hablar demasiado por la barrera del idioma, que aún no termino de romper, pero les busco conversa, y entiendo todo lo que dicen. Tomo notas en itañol. A veces, en espaliano. Tengo un crush artístico en tres de mis teachers: el de anatomía, porque hace tres rayas y nace un personaje con historia y misterio, y además, el tipo está divino. La de Disney, porque es bella y desastrosa como todas las princesas que conozco desde que soy chiquita, y dibuja como a mi me gustaría dibujar; y el de narrativa, porque tiene 50 años de carrera y es una eminencia italiana del fumetto. Tengo que comprar lápices y pinceles profesionales que cuestan carísimos y son los mejores juguetes del mundo: los amo con pasión y locura y sonrío internamente cada vez que los saco de la cartuchera. Me dan como ganitas de llorar cada vez que pinto algo y me doy cuenta de que es un poquito mejor que lo último que pinté, y muchísimo mejor que cualquier cosa que haya dibujado en mi vida con mi mano de madera. Porque ojo: yo no sé dibujar. Nunca he sabido, y la única envida que siento es hacia la gente que lo puede hacer. A esto se suma el hecho de que mi esposo me acompaña en este camino: sus razones y sus metas son diferentes, pero afortunadamente, (aunque no casualmente), estamos juntos.
Una vez tomada esta decisión, y como por arte de magia, la primera semilla nació. Somos niños de la tecnología, así que fue una semilla cibernética. Empezamos a trabajar en páginas de freelancers, inicialmente en cosas simples como logos y tarjetas de presentación, y luego más complejas, como íconos, web e ilustraciones. Todo vectorial, naturalmente: sin la computadora no soy nadie. Pero esta semilla empezó a crecer exponencialmente, como la de Juanito y sus habichuelas, y en pocas semanas la cantidad de clientes y contratos fue creciendo tanto en tamaño como en calidad. De alguna manera, mis mejores trabajos siempre han sido los ilustrados, y mi perfil ha ido mutando: comenzó como "Artista 3D", luego pasó a "Diseño Gráfico", y ahora es "Ilustradora y Artista Gráfico".
En mi casa creen que soy una hippie que anda haciendo dibujitos en Europa. Y tienen razón: felizmente, por fin lo soy.
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