martes, 17 de noviembre de 2009

No alimente a sus Pongos con Pollo después de medianoche

En los últimos 10 años, las navidades venezolanas se han visto continuamente empañadas por el ambiente electoral. La única forma de disfrutar un diciembre como Dios manda era saliendo del país: una vez afuera, uno se daba cuenta de que en algunos países la gente estaba entregada en cuerpo y alma a las festividades, a disfrutar sus familias y gastarse sus billeticos en divertidas compras navideñas.


Este año, por primera vez en mucho tiempo, los venezolanos tendremos la oportunidad de recordar el sabor de una hallaca (aunque sea una mini-hallaca de 3500) sin el sabor metálico y amargo de las urnas electorales. Podremos salir a comprar nuestros regalos, a pesar de los precios y de la escasez, sin tener al comité familiar mandando mensajitos por el teléfono para que nos recojamos temprano, que esta noche si es.


Me encanta la navidad. Siempre me ha encantado. Ya sea venezolana, americana o europea, la navidad es absolutamente encantadora. Toda la parafernalia del arbolito, y el nacimiento, y las lucecitas, sobre todo cuando son los demás los que se fajan a montarlas, se me hacen deliciosos. No soy muy fan de hacer millones de hallacas, pero la técnica de mi mamá de hacer unas cuantas mientras tomamos vino y peleamos por todo, me resulta perfecta.


Sobre todo, lo que más me gusta son los regalos. A mí me encanta hacer regalos, incluso a veces pienso que me gusta más hacerlos que recibirlos. El día indicado (no muy cerca del 24, por razones obvias), me armo de valor, me monto en mi carro y me arranco, mentalizada a que voy a recibir y a dar codazos como nunca, con zapatos cómodos y respirando en Ohm. Los dolores del cuerpo, alma y billetera que vienen después valen la pena, cuando la gente abre mis regalos, y especialmente, cuando les gustan.


Para mí, la selección del regalo es importantísima. Hay mucha gente que simplemente regala lo que le gusta a ellos mismos, y termina dándole a otros cosas que jamás usarían, y que en efecto, jamás usan. Un pongo. ¿Dónde pongo esto? ¿Lo pongo aquí? ¿O lo pongo por allá?


Yo siempre he sido de la opinión que uno tiene que poner un esfuerzo especial en saber qué le gusta a la otra persona, y tratar de buscar ese regalo perfecto a través de esa visión. Es dificilísimo, porque inevitablemente, uno se ve afectado por sus propios juicios. Además, la gente tiende a pensar que sabe exactamente qué es lo mejor para los demás. Esto se observa perfectamente cuando uno tiene un problema. “Mira lo que me está pasando”. Algunos te dan su opinión, otros te dan órdenes, otros tratan de actuar por ti. Es raro conseguir a alguien que se detenga un momento y trate de empatizar contigo, de ponerse en tus zapatos, y de preguntarse qué diablos estás sintiendo y necesitando en ese momento. Se forman un juicio definitivo, basado en sus prejuicios, te miran con lástima y te hablan con “la voz”, o levantan una ceja desaprobatoria, que no te resuelve el problema, pero que te deja muy claro que lo que sea que estás haciendo, está muy mal, y que ciertamente no es lo que ellos harían. Hay algunos que van un poco más lejos, y te persiguen por todos lados, te observan de lejos, te regañan cada vez que tienen una oportunidad, te evalúan constantemente. Lo consultan con otras personas, sacan más conclusiones, hacen conjeturas, obtienen resultados sobre resultados de hipótesis no-comprobadas, y nacen más y más consejos, hasta que te ves agobiado por una cascada de recomendaciones, reclamos, amenazas, advertencias y juicios. Los consejos pueden volverse Gremlins mojados comiendo pollo después de media noche, si no se tiene cuidado con ellos. Y tal vez, lo que esa persona necesita es apoyo, paz, un hombro en el que llorar, o un abrazo en silencio. O simplemente, confianza.


Te dan un regalo que no necesitas, que no quieres, y se olvidan de hacer una pausa y preguntarse si efectivamente, ese es el mejor regalo que te pueden dar.


En cierta ocasión, alguien que quiero mucho y que tiene una forma muy característica de vestir, me regaló un enorme brazalete de cobre. Tenía pedazos de metal soldados por todos lados, remaches, cosas que guindaban. Tenía como quince centímetros de ancho, y estaba diseñado para ser usado por encima del codo. En esa época, los noventas, yo estaba en la universidad y me vestía como una grunchy, pero limpia (franela blanca, Levi’s y Timberlands, para cualquier ocasión). Era tan ajeno a mí que ni siquiera me atreví a regalárselo a alguien más. Pero era idéntico a la persona que me lo regaló! Finalmente, me di cuenta de que fue un regalo hecho con muchísimo cariño, que la persona intentó hacer algo muy lindo por mí, y se lo agradecí enormemente.


Ese regalo nunca salió de mi gaveta.