jueves, 24 de noviembre de 2011

Dulce Madre María


Resulta que llevo años quejándome en vano. Y si hay algo que me saca la piedra es quejarme en vano. En todos los años en los que me vi obligada a usar los bancos venezolanos, nunca salí satisfecha. Siempre fui fiel usuaria del sistema bancario motorizado, (es decir: le daba mis depósitos y diligencias al motorizado de la compañía para que me hiciera la segundita), o del online (ese que se te bloquea porque lo usas mucho, porque lo usas poco, o porque el internet estaba lento), y aún así, las pocas veces en las que tenía que ir al banco personalmente, por ejemplo, para las maravillosas diligencias de CADIVI, salía arrecha y armando peo. "¿cómo es posible...?" (fill in the blank).

En solo un año me clonaron la misma tarjeta de débito de mi cuenta de nómina tres veces. Y cuando llegaba al día siguiente a la oficina y decía "¿saben que me volvieron a clonar la tarjeta?", repicaban seis o siete personas alrededor mío "a mi también!!!". Al sacar cuentas, resulta que a la mitad de la nómina de la empresa le sacaban el dinero incluso antes de saber que lo tenían depositado, cantidades exorbitantes que nosotros mismos no podíamos sacar aunque quisiéramos por los "sistemas de seguridad" del banco, los cuales, aparentemente, solo servían para que no nos gastáramos la quincena tan rápido, porque de seguros, nada. En múltiples ocasiones, y esto es otro banco diferente al anterior, pasé hasta dos horas en una cola que simplemente no avanzaba, y cuando reclamaba, resulta que mi ticket había salido en una cola fantasma que no existía y nadie se podía explicar por qué pasaba esto. Eventualmente reclamé tanto tantísimo que mi tarjeta fue pasada a VIP y me pasaban casi directo. Obviamente, esto pasó tres meses antes de irme a vivir a otro país.

Los trámites de CADIVI, desde el primero hasta el último, fueron siempre insufribles. Que si no me gusta este color de separador de la carpeta. Que si cortaste la etiquetita fuera de la línea y estás raspada en Tijerita 1. Que si escribiste en azul y era en negro. Que si escribiste en negro y ahora es azul. Que si te falta un medio en la cuenta para el avance de efectivo. Una vez me dijeron: "ven a buscar tu adelanto de efectivo el día tal" (si señores del exterior, los venezolanos tenemos que suplicar para que nos den 400 dólares en efectivo una vez al año, en tiempos justísimos y con múltiples demostraciones de nuestra buena fe con esos reales), y cuando fui el día tal, me dijeron que no habían dólares, que ven mañana. Fui mañana otra vez, y tampoco. Fui pasado, (y hablemos de que ya van cuatro horas de cola), y me dicen: "ah, disculpa, es que tu carpeta presentó un errorcito en el sistema", y después de hablar hasta con la ex-esposa del gerente del banco, me salieron con que realmente mi fecha de buscar los dólares era una semana antes y que ya los había "perdido", que los habían regresado al Banco Central porque nadie los fue a buscar. Espero que la maldición gitana que les eché siga surtiendo efecto y que todos esos desgraciados sigan meándose encima cada vez que escuchen la corneta de un carro.

En otro banco, diferente a los dos anteriores, el año pasado implementaron un sistema de seguridad telefónica que es tan bravo, que ni yo misma puedo acceder a mi información. Si quieres saber algo básico e inofensivo, como digamos, tu estado de cuenta por vía telefónica, tienes que pasar por una serie de preguntas que te dejan agotado. Es como ser interrogado por Jack Bauer. "¿Has pagado en una farmacia con esta tarjeta en los últimos 43 días?" "¿el nombre de tu gato tiene relación con el password que introdujiste hace 8 años?" "¿has ido a algún restaurante en el que se venda algún tipo de pasta en los últimos 6 meses, y cancelado con esta tarjeta?" Por lo general mi respuesta es: "no me acuerdo!" "no estoy segura!" "ya va, déjame pensar!", y al final te dicen: "Lo lamentamos mucho pero sus respuestas no fueron satisfactorias". Al cuarto o quinto intento usualmente lo lograba, y ya en este momento estaba sentada frente a un té de valeriana y el periódico, y francamente, ni me importaba cuanto debía.

Cuando decidí mudarme a otro país, particularmente dando el salto oceánico al primer mundo, pensé que había llegado a un paraíso bancario, en el cual la gente no espera ni desespera, donde te atienden con cariño y las cosas fluyen suavemente hacia un futuro hermoso y libre de estrés.

Para esto tendría que haberme ido a algún sitio donde el dolce far niente no fuera tan apreciado. ¿Se acuerdan lo que les dije que a los italianos les encanta detenerse a oler las flores? Pues resulta que los bancos acá están repletos de ellas. En primer lugar: nada de aparecerse con una emergencia en un banco. Eso simplemente no se estila. Aquí nadie tiene emergencias, nunca, aparentemente. Para que te atiendan en un banco tienes que tener un appuntamento. Es decir: una cita. La cual nunca te dan para el mismo día, por cierto, y tampoco para el siguiente. La gente tiene que prever sus emergencias con dos y tres días de anticipación. Puedes llegar a un banco que está completamente vacío, donde la gente mira aburrida un punto en el escritorio, y te dicen: "¿tienes cita?", y ya automáticamente los venezolanos estamos jodidos, porque esto de pedir una cita para resolver en un banco simplemente no se nos da muy bien. En ciertos casos te atienden, sobre todo cuando saben que eventualmente pueden decirte que no, pero siempre muy atentos a la hora de salida. Si se te ocurre llegar digamos... media hora antes de que cierren, te miran con cara de disgusto, como si estuvieras cometiendo una indiscreción, y miran el relojito que nunca falta en ningún banco. Te atienden advirtiéndote que si la cosa dura mucho tiempo, pues tendrás que pedir tu cita como cualquier mortal. Incluso encontramos un banco que tenía un letrero encima de la máquina que entregaba los números, que decía que si llegas cercano a la hora del cese de operaciones, simplemente no te iban a atender. (Premio a los Cara'e Tabla del circuito bancario).

Por si esto fuera poco, aquella simpatía natural del italiano, que hasta los empleados públicos la despliegan, parece desaparecer en la entrada de los bancos. Son ambientes estériles y hostiles. Y ahora que es invierno, super calientes. Uno entra en una especie de shock térmico cuando pasas la entrada, que es tipo "Beam me up Scottie", y empiezas a quitarte desesperado el poco de trapos que cargas encima. Cuando finalmente te sientas en un escritorio, tienes un montón de cosas en las manos, los cachetes rojos, y puntitos de sudor en la nariz, y te encuentras con un señor o una señora que te miran completamente serios, y comienzan todas las frases con algún tipo de negación y la boca fruncida hacia un lado.

En una ocasión fui a un banco que se publicitaba como "los amigos de los inmigrantes". Supuse que siendo tan amigables, pues serían más comprensivos con el tema de la falta de documentos definitivos, o con el idioma. En ese banco esperé tres horas, viendo desesperada como el chino que atendía en un escritorio y el filipino del otro atendían cada uno a una sola persona. Los dos emparejaron sus respectivos documentos al menos doce mil veces, dándole tres veces contra el escritorio, tac tac tac, y luego de lado, tac tac tac. Sacaban una hoja, y a emparejar otra vez. Tac tac tac, tac tac tac. Grapita. Quitar grapita. Tac tac tac. A la tercera hora, estaba que me trepaba por encima del escritorio, les rompía sus benditas hojas en tres mil pedazos y les gritaba "empareja esto chino del ....". Al final, después de un supremo esfuerzo de paciencia, y mientras mi cerebro gritaba "es que ni siquiera en Banesco he tenido que esperar TANTOOOOO", me atendieron. Y en menos de dos minutos me indicaron con una sonrisa (supongo que por eso se dicen "amigos del inmigrante", porque son amigables) que necesito hasta carta de trabajo para abrir una cuenta de ahorros. Salí tan cansada que me fui a comer helados.

En esa espera larguísima estaba conversando con mi esposo por el celular, quien se moría de la risa con mis ataques de histeria, y al final me citó Let It Be de Los Beatles: "When I find myself in times of trouble, Mother Mary comes to me, Speaking words of wisdom: let it be". Y un rato despúes, me manda un último mensaje, que me hizo salir del banco riendo: "El problema es que Mother Mary doesn't do banks".

lunes, 21 de noviembre de 2011

Cold Feet


El tema de la temperatura de este lado del mundo es algo que como venezolana, nunca había analizado en detalle. En Caracas, para los que no lo saben, las temperaturas a lo largo del año prácticamente no varían. Digamos que oscilan entre 20 y 35 °C: es decir, siempre hace más o menos calorcito. En las noches refresca. En Diciembre y Enero hace menos calor, y no importa la época del año, llueve. Hay unas épocas en las que llueve muchísimo, y otras en las que llueve menos. Han habido años donde hablan de sequía porque pasaron tres meses sin llover, pero luego compensa lloviendo todos los días, hasta que se caen las montañas sobre la gente, las casas ruedan valle abajo, y los carros flotan panza arriba en las autopistas. Las gotas son gordas y tibias, todo se inunda, y la cola se multiplica exponencialmente. Además siempre llueve a la hora de salida del trabajo, o un poquito antes, solo para que los caraqueños seamos serios. Es decir: mi guardarropa siempre es el mismo, quítale o ponle algún suéter o chaqueta ligera, olvídate de sobretodos o botas, y una cobija gruesa y otra delgada es suficiente para cubrir los doce meses del año. Lo más extremo es tener un airecito acondicionado, puede ser de esos portátiles, o un buen ventilador.

Viviendo de este lado, donde las estaciones si existen, la cosa es muy diferente. Resulta que a mi me agarró de entrada el cambio de estación, de lo cual no me enteré hasta que un día salí de un centro comercial en el que había pasado el día felizmente haciendo window-shopping, y me encontré con que la temperatura afuera había bajado diez grados de golpe, para lo cual yo no estaba en lo absoluto preparada. Tuve que empezar a estrenarme mis humildes compritas, y aunque parecía la loca Luz Caraballo, aún no era suficiente y tiritaba miserablemente mientras esperaba el tren. Los siguientes días, empecé a salir abrigadísima, y de pronto me empecé a encontrar en la situación contraria: sudando como loca, y sin nada que poder quitarme de encima. Vuelvo a salir destapada, y de nuevo, a congelarme ante otro bajón repentino de la temperatura. Me dicen que este año, se retrasó todo: el verano se juntó con el otoño y el invierno entró tarde. Cuando dejó de ser otoño y empezó a ser invierno, no tengo ni idea. Por qué le dicen otoño si estaban haciendo como 40°C, tampoco lo entiendo. Solo se que un día se hizo de noche a las seis de la tarde y un par de días después descubrí que mi reloj estaba atrasado. Primero pensé que me habían estafado con la pila que le cambié recientemente, pero luego inferí que habían hecho el cambio de la hora y yo como de costumbre, no me enteré.

El invierno, que aún no ha entrado del todo y que me amenazan constantemente que en enero y febrero va a ser mucho peor, requiere una logística loquísima que yo, como animal de sangre tibia que soy, nunca había tenido que analizar. Un día me aparecieron dos técnicos en el apartamento hablándome de que era hora de encender el riscaldamento (la calefacción), y que tenían que chequear que mi sistema funcionara. Desde ese día en adelante, los calentadores hacen un ruidito de cascada que antes no hacían, pero solo en la noche. Después de preguntarle a todo el que me pasaba por delante como funciona la cosa, logré desenmarañar lo siguiente: la calefacción solo funciona entre noviembre y febrero, entre las 9 de la noche y las 6 de la mañana, funciona a gas, el gas es caro pero más barato que la electricidad, y se paga al final del invierno un monto que es el gasto sorpresa del año, que puede rondar entre los 200 y los 600 euros, de acuerdo al julepe que le hayas dado a tus calentadores.

Los que venimos de la zona ecuatorial nos encontramos con ciertas sorpresas que nunca habíamos considerado en nuestra logística diaria. Por ejemplo, cuando te acuestas a dormir las sabanas parecen recién salidas de la nevera. O en el piso, que se pone como un hielo. O que la poseta está tan fría que parece que te quemara las nalgas. (El chillidito de cochino al sentarse es impelable e involuntario). O que si te pones unos zarcillos largos, luego cuando caminas sientes que un hielo te está rebotando en la cara. La nevera tienes que subirle la temperatura, pero esta conclusión la sacas el día que sacas todos tus vegetales congelados, y los huevos explotados dentro de sus cáscaras. La leche es helado y la Coca-cola es raspado. Irónicamente, el hielo es lo único que no se hace y siempre sale una especie de baba congelada que da asquito.

Para dormir, en esta época la gente no usa cobijas normales sino plumones. Para los no informados, un plumón es una cobija rellena de plumas que pesa como 50 kilos, el cual lo cubres con una funda inmensa que se llama duvet y tiene la practicidad de poder ser lavada ella solita. Estando en IKEA, tienda que me encanta y a la cual voy cada vez que se me ocurre una excusa, me doy cuenta de que los plumones vienen con algo llamado "grado de calor", y están graduados entre el 1 y el 6, siendo el 1 el más delgadito y barato, y el 6, el más gordito y caro. Como buenos exagerados que somos, y haciendo un análisis precio-valor etc., compramos el 6, por si las moscas. Pues resulta que para estos venezolanos muertos de frío, el 6 es apenas suficiente para el comienzo del invierno. Me veo en febrero con 100 kilos de plumas encima y el calentador a toda mecha.

Otra cosa que hay que tomar en cuenta es la logística de las salidas, ya que entre el momento en el que se sale y el que se regresa, el tiempo no se mide en minutos sino en grados: cuando sales de la casa a las 5 de la tarde hacen unos cómodos 17°, pero cuando regresas a la una de la madrugada, hacen 8°. Con 100% de humedad, además. Así que los 8 se sienten como 4, y aquella Vanessa que no podía subir escaleras en Caracas porque se cansaba, ahora trota 12 cuadras como si nada, pensando en una taza de moccachino y en el maravilloso plumón que gracias a Dios compré con nivel de calor 6. Anoche descubrí que como alternativa al café, al chocolate caliente y al plumón, existe el limoncello. Yo sé que esto de tomar curdita para entrar el calor es más viejo que cagar sentado, pero la verdad es que nunca me había parecido tan obvio.

A esto hay que agregarle el tema de los guardarropas: tienes que tener al menos dos sets de prendas combinables, uno para el calor y el calor horroroso, y otro para el frío y el frío horroroso. Es cuestión de ir agregando y restando piezas a medida que se mueve la bolita de mercurio hacia arriba o hacia abajo. A mi en lo particular me encanta, pues me da la oportunidad de usar un montón de cosas que en Caracas son impensables. Botas hasta las rodillas, chaquetas y sobretodos, bufandas, guantes y medias de lana: el look invernal se me da muy bien. Mientras esto está en rotación, hay que buscarle un sitio a todo lo demás. Cuando se acaba el invierno, todas estas cosas, comenzando por el plumón, tienen que ser almacenadas, para lo cual los señores tienen una cantidad de cosas ingeniosísimas, como bolsas de plástico que tienen una bombita para extraerles el aire y guardar las cosas en un tercio del volumen original, por ejemplo.

Hasta ahora no hemos vivido el peor frío romano. Ya les contaré en febrero si estamos como el maracucho en Colorado, matando venados. Por los momentos, puedo decir que el mejor consejo que hay, aparte de usar bloqueador solar, es el de nunca dejar que se me enfríen los pies...

jueves, 10 de noviembre de 2011

Dolce Far Diabetes



Como venezolana, estoy acostumbrada a la vida dura y complicada. Viniendo del país de las pequeñas alegrías, aquello del hedonismo y la sensualidad (en el sentido no-sexual de la palabra), no se me da muy bien. Yo no sé cómo detenerme a oler las flores. Si lo hago, me da alergia y tengo que salir corriendo a buscar un Decadron. Y como caraqueña además, voy pendiente de que no me jodan en la farmacia, de que me atiendan rápido, (“¿por qué esa tipa se tarda tanto?!”) y de que no se me coleen para pagar. Siempre estoy apurada, siempre siento que estoy tarde, que me están esperando en otra parte, que la vida se me está escapando entre los dedos, que tengo que hacer doce mil cosas más, y me cuesta mucho relajarme y dedicarme simplemente a pasar el rato.
Resulta que la vida en Italia parece ser la antítesis de Vanessa. Aun viviendo en Roma, que es la capital del Imperio, que es caótica y desorganizada y hermosísima, que tiene medio millón de inmigrantes que son un desastre, que tiene miles de turistas estorbando por todos lados, puedo sentir que la gente va a una velocidad mucho menor que la que yo estoy acostumbrada. No me malinterpreten: no es que la gente va ahuevoneada como en el llano. La gente camina apurada todo el tiempo, y manejan como si llevaran a un moribundo al hospital. Corren tres cuadras para alcanzar un autobús, y se levantan del asiento dos paradas antes para bajarse rápido. Sin embargo, tienen una capacidad de disfrutar los placeres de la vida que yo no conocía.
Por ejemplo: cuando uno en Caracas quiere tomarse un café, normalmente te vas a ese local que está en un punto relativamente céntrico, que tiene estacionamiento, donde te atienden más o menos bien (porque decir bien es mentira, eso simplemente ya no pasa), y donde el café es medianamente aceptable pero sirven unas tartaletas de fresa riquísimas. Para esto tienes un rango de tiempo que seguramente está contabilizado: llego a las 6 directo del trabajo, y me voy tipo 9 o 10 porque hay que esperar que baje la cola y tengo que hacer sopotocientas cosas al llegar a mi casa. Aquí, la cosa es distinta. En primer lugar, en cualquier esquina te consigues con una pastelería/bar que sirve un café memorable. De estos sitios, por lo menos la mitad se especializan en algo que es un gustazo para el paladar, como por ejemplo unas tartaletitas de fresa rellenas de crema batida especial que solo hacen en este local, o unos cornettitos de hojaldre con nutella, o un helado de nutellini simplemente espectacular, o unas galletitas saladas rellenas con champiñones y chorizo que son para morirse. Luego, cuando te atienden, lo hacen por lo general con bastante gusto, (siempre hay algún amargado que echa a perder las estadísticas pero no son la mayoría), y con bastaaaante paciencia. Te sirven tu cappuchino con un dibujito, te dan la galletita en un platico primoroso, te echan broma porque eres “spagnolo”. Luego de que estás servido, puedes básicamente quedarte a vivir allí, así hayas pedido un café y un agua mineral, sin gas por favor. Nadie va a venir a decirte que si no consumes te vas, ni a preguntarte diez veces si quieres la cuenta. Eso sí: si andas apurado, prepárate para sufrir.
El tema de la comida es un poco espeluznante, sobre todo para los gorditos que hemos vivido nuestras vidas al pie del cañón con el tema de la dieta. Yo entiendo que de vez en cuando hay que tomarse unas vacacioncitas del frente de batalla y visitar a los viejos amigos, pero caramba, acá es como que te manden a Disney con todos los gastos pagos y te digan “cuando quieras volver a Vietnam me avisas”. En primer lugar, desayunan dulce. Un café con algún carbohidrato super-complejo. Una dona cubierta de azúcar, un cachito relleno de nutella, un pedazote de torta. Es difícil conseguir salado en las mañanas, ni siquiera un sanduchito. Con esa bomba en el estómago, no es de extrañarse que salgan muertos de hambre al mediodía, hora en la que se comen un primer plato, compuesto generalmente de pasta o pasticho, (una porción bastante decente), y luego un segundo plato, en el que vienen las proteínas, por lo general carne, pollo o chorizos con papas o vegetales. Y al final, un café. Obviamente, esto hace que la digestión sea eterna, así que ellos tranquilamente cierran sus negocios a la una y los vuelven a abrir tipo cuatro de la tarde, sin apuro.
Pero es que lamentablemente para la dieta, la comida que hacen aquí se merece toda esta atención y ceremonia. La cantidad de veces que he pensado, después de probar algo “oh por el amor de Dios que bueno está esto tengo que recordar donde queda este sitio para regresar”, es ridícula. Incluso algunas cosas que comí al principio que pensé “este es el mejor X que he probado”, ya han bajado dos y hasta tres categorías. La atención que le prestan a los detalles es extraordinaria, y no en el sentido gourmet de los detalles culinarios, donde aparentemente ponerte un plátano en espiral clavado en una pelota de puré de papas lo hace más rico. Es decir: la crema con que se rellena este cachito lleva una emulsión de almendras cosechadas al borde del lago tal. Este vino es especial por tal razón. Esta pizza la hicimos a mano, desde el horno hasta los chorizos. Este es el limoncello artesanal que hacemos en este restaurant desde hace 75 años, y aún mantenemos la receta original, que la inventó un descendiente de Julio César. (Por cierto: el limoncello sabe a Salvavidas de limón y es como tomar traguitos de mi niñez que me dejan rascadita y feliz). En consecuencia, una vez que uno pega el primer mordisco, te quedas medio atontado, sueltas la cartera, y te relajas. La media sonrisa sale sola.
Ni hablar del café. Nosotros en Venezuela creemos que somos los maestros del café, y francamente, tenemos un café muy bueno. También pensamos que a la hora de pedir un café tenemos una variedad inmensa: guayoyito, tetero, con leche, marrón, negro, negro corto, negro largo, etc. Pero básicamente, la variedad se reduce a la cantidad de agua o leche que se le pone al café, porque la preparación es siempre la misma. Aquí, el tema del café es un arte en sí mismo. En cualquier supermercado hay como 50 tipos de café, y en las tiendas para el hogar tienen una sección exclusivamente para los implementos de preparación. Cappuccino, latte, mocaccino, con ging sen (que recomiendan no tomar en la noche y con razón, la única vez que lo hicimos nos dieron las cuatro de la mañana como dos lechuzas viéndonos las caras), con nocciola, con diversos licores, con distintos tipos de leche y técnicas para batirla… café frío, café tibio, café caliente, cada uno mejor que el otro. Visto así, obviamente siempre hay tiempo para detenerse y disfrutar una excelentísima taza de café.
Pero esta visión de la comida pareciera trasladarse a todos los demás aspectos de la vida en Italia. No es solo comer, sino comer algo delicioso y pasarse un rato conversando. No es sentarse en cualquier lugar para salir del paso, sino darse un tiempito para caminar luego por esa hermosa plaza que queda al final de la calle.
No sé si son las tres horas de digestión o la ausencia de pancartas rojas en cada esquina, pero aquí definitivamente, la gente anda más relajadita. Y para mi sorpresa, he descubierto que eso del dolce far niente… es contagioso.