lunes, 24 de noviembre de 2008

El cuaderno nuevo

Alguien me dijo hace poco que la mayoría de la gente que conoce no tiene sueños, y que se le ha vuelto una rara ocasión sostener una conversación en la que la otra persona se extendiera relajadamente en la silla y le contara algún plan bonito para el futuro. Esto me puso a pensar un poco y llegué a la conclusión de que esta persona tiene razón. La mayoría de la gente que yo conozco tampoco los tiene.

No me estoy refiriendo ni a los sueños que uno tiene por las noches, ni a los planes rutinarios de irse a la playa el fin de semana o a Margarita cuando los niños agarren vacaciones. Me refiero a esos sueños glamorosos y excitantes, en los que no se sabe qué puede pasar, en los que la incertidumbre es lo único cierto, y que cuando se cuentan despiertan suspicacia en nuestros interlocutores. Esta lo que está es soñando con pajaritas preñadas. Esos mismos.

Esto no me extraña en lo absoluto. Un ser humano normal, inmerso en el bombardeo del bolibananismo, se tiene que ver afectado. No hay, No se puede, No, NO, QUE NOOO. Una breve miradita alrededor y se consigue con un secuestrado, un atracado, un muerto. Una vueltita por la calle, para distraerse, y regresa a su casa con la ropa hecha jirones, despeinado, y sucio, casi como si hubiera sido víctima de una violación. Y más recientemente, empapado y lleno de barro. Si a eso le agregamos una dosis de Globobsesión, Noticiero Digital, Noticias24, dolarparalelo, y las últimas aventuras de las Kardashian, cualquiera termina un poquitico psicótico, o depresivo, o las dos cosas.

Muchos venezolanos están pasmados desde hace muchos años, esperando que la situación cambie para seguir avanzando con sus vidas. Se autoconvencen de que este si es el año, de que ahora si que si que se va, y se les van los meses esperando un evento que nunca llega, un golpe de aire, un aleteo de papeletas electorales que no llevan a ningún lado. Cuando vienen a ver, ya es diciembre, el antiguo mes de la navidad, ahora el mes de las elecciones (¿se recuerdan aquellos años felices en los que ese mes era únicamente sinónimo de familia, gaitas, regalos, rumbas, hallacas, pan de jamón y ponche crema?). Se acabó el año, y viene enero, con toda su carga de energía vengativa presidencial, y ahora si, este si es el año, así no llega a marzo… Estas personas han puesto toda la carga de sus responsabilidades, problemas y decisiones en un tercero. Llámese estado, presidente, oposición, situación, o lo que sea que determinaron culpable de sus males, simplemente dejaron de ocuparse de su propia vida y se sentaron a dejarla pasar.

Yo soy de la opinión de que cada persona es el único responsable de su propia felicidad. De que ir por la vida sufriendo, víctima de las circunstancias, en esa mala nota de "pobrecito yo", "nadie me ayuda", "a mi siempre me va mal", "así no hay quien pueda", es una decisión personal. De que los que andan por ahí, vacíos de sueños, es porque no quieren tenerlos.

Esta semana vi a una señora sacando de una bolsa un cuaderno recién comprado. Estaba sentada en un café, y cuidadosamente, casi con cariño, le quitó el envoltorio plástico que lo protegía, y lo miró cuidadosamente por todos lados. Se puso el cuaderno entre ambas manos, perpendicular a su rostro, y apoyada sobre la mesa, entrecerró los ojos y suspiró, con una sonrisa apenas perceptible. Me causó extrema curiosidad todo el ritual de la señora con el cuaderno, y no pude dejar de mirarla, aunque tratando de no ser descubierta para no arruinarle el momento. Después de unos segundos, sacó de la misma bolsa de donde provenía el cuaderno un bolígrafo, supongo que también nuevo, y lentamente, como disfrutando el momento, lo destapó. Abrió el cuaderno en la primera página, tomo un sorbo de su café con leche, y comenzó a escribir.

Me alejé sonriendo, secretamente identificada con la señora. Yo hago lo mismo: usualmente, mis proyectos, ideas y sueños se comienzan a materializar con un cuaderno nuevo. Corro a comprar el cuaderno más ridículamente lindo que consigo, con un bolígrafo que escriba suavecito y dure para siempre, le pongo un título evocador en la primera página, y empiezo a escribir. A veces siento que compro más cuadernos de los que puedo llenar, a veces reciclo cuadernos, ya que no siempre los proyectos son como me los imagino, a veces simplemente, el proyecto pudo más que yo y me veo obligada a abandonarlo (temporalmente, me miento, y no reciclo el cuaderno). Hay sueños que son durísimos, que implican sacrificios, abandonos, inseguridad, cambios de paradigmas, cuadernos que se llenan más lentamente que otros. Cuadernos que me hacen sentir culpable, otros que me dan un poco de miedo, otros que me dan sueño.

Sin embargo, he aprendido que los sueños más duros son los que más me hacen sonreír: sonrisa de medio lado, ojos brillantes, nudo en la garganta. Son esos los que me hacen levantarme en la mañana todos los días, los que me permiten continuar, bajo el chaparrón de desastres que es nuestra irrealidad nacional.

domingo, 9 de noviembre de 2008

La Manada

Manada: f. Conjunto de ciertos animales de una misma especie que andan reunidos.

Según wiki, "es interesante estudiar el comportamiento de los animales dentro de la manada, así como su actitud del grupo frente al resto de las especies. Hasta se ven comportamientos de decisión de conjunto, como en el caso de los ciervos o búfalos".

En esta ciudad, poner un pie en la calle es marcar la tarjeta de entrada a una reunión de la Logia de los Búfalos Mojados. Lo único que me consuela es que al final del día, puedo cerrar la puerta de mi casa detrás de mi, y al ritmo cacofónico de los cornetazos del semáforo de la esquina y de los perros esquizofrénicos de los vecinos, disfruto de un espacio libre de animales. A pesar de que tengo un perro y un gato.

Un ejemplo bíblico es el semáforo de la esquina. Intersección diabólica, donde tantos conductores neófitos pierden la virginidad. Veinte metros de sangre y adrenalina, en los que ocurren todo tipo de barbaridades. En cada cambio del semáforo ocurren no menos de 5 infracciones en el horario matutino. Esas horas en las que los responsables padres caraqueños llevan a sus hijos a ser educados, después de atravesar un torrente de cornetazos, insultos e ilegalidades. Me cuentan que en ese semáforo una chica esperaba el cambio de la luz, y una doña en una camioneta la chocó por detrás. La muchacha se bajó con la boca abierta, sin entender lo que había pasado, y se acercó a su parachoques. La doña de la camioneta se bajó gritando todo tipo de indignidades, se acercó a la sorprendida muchacha, y le volteó la cara de un sonoro bofetón. "Pa que seas seria". La persona que vió esto me dice que muy a su pesar se vió obligado a arrancar, por lo que no sabe que ocurrió justo después. Afortunadamente eso no me ha pasado a mi: estaría presa.

La proeza de atravesar dicho semáforo (y en general, cualquier intersección caraqueña) solo puede llevarse a cabo a través del más puro y básico instinto animal. La mirada fija y acechante, el pie en el acelerador, el motor rugiendo, adelantando milímetro a milímetro, pendiente de que no se te metan los tres hombrilleros que esperan agazapados en tu visión perisférica. Un pequeño acelerón, de golpe, acompañado de un giro de 25 grados del volante, justo lo necesario para "pedir paso" al compañero de al lado, que ha ignorado consistentemente el pic-pic-pic de tu luz de cruce. (Esta es la llamo la maniobra Victor pues la aprendí de él, y es bastante útil si uno quiere llegar a algún lado que amerite algún cambio de canal, especialmente cuando se anda en el yappy-twitting-yellow-twingo).

Para mi, el tráfico es la representación simbólica y escalada de la actitud general de los habitantes de un país. Detrás del volante, todos somos prácticamente anónimos. Refugiados en la pseudo-seguridad de su coraza metálica, los conductores pueden perpetrar todo tipo de imbecilidades y abusos, sin casi ningún tipo de consecuencias. A menos que tenga mala suerte, o se encuentre en algún punto álgido de las alcaldías de la oposición citadina. En una ciudad donde la única ley es la del más fuerte, los más débiles nos vemos obligados a entrar en la cadena alimenticia de manera forzada y abrupta, y en contra de nuestra voluntad. Últimamente, y cada vez con mayor frecuencia, me estoy viendo obligada a luchar mano-a-mano contra otro búfalo, más fuerte y grande que yo, si quiero llegar a mi destino. Después de 10 minutos viendo como no puedo avanzar en mi semáforo porque los del otro lado insisten en comerse su luz y quedar atravesados, digamos que se me acaba la cortesía, la civilización y las ganas de perdonar, y termino embistiendo. Lo malo es que yo tengo un Twingo, y Caracas con su fantabulosa gasolina subsidiada, es la ciudad de las camionetas. Desde afuera, yo me imagino que se debe ver como una oveja, esponjada y con lacitos amarillos detrás de las orejitas, embistiendo a un búfalo de ojos enrojecitos y músculos palpitantes debajo de la piel sudorosa. (De vez en cuando se presenta la oportunidad de pasar entre las patas del búfalo, y verlo mientras me alejo por el retrovisor como se queda atrapado en el caudal, rabioso, impotente, y cornetudo).

Me niego a convertirme en un búfalo. Pretendo mantenerme en mi orilla de decencia y paz para siempre. Estoy tratando de evitar a toda costa cruzarme con la estampida de animalotes malvados y salvajes, saliendo de madrugada de mi casa, saliendo disparada de mi trabajo, usando los caminos verdes, (bueno, grises), pero a veces no me queda más remedio que salir en horario normal y toparme con ellos. En esas raras ocasiones, cierro los ojos, visualizo mentalmente a mi oveja en un estadio superior en el cual nada la puede afectar, alíneo mi chacra superior con el inferior, centro mi híster, afino el mec-meeeeeec de mi mano derecha, (mi corneta, nunca salgo sin ella), y arranco suavemente, para pararme diez metros más adelante, en la cola del día. Marco tarjeta en la reunión de la Logia, pero como orador invitado.


jueves, 6 de noviembre de 2008

Disney 101

Conozco varios empresarios importantes que sienten inclinación por contratar mujeres para ciertos puestos clave en sus empresas. Sin embargo, reconocen que la preferencia se ve limitada exclusivamente a algunos puestos. El razonamiento detrás de esta preferencia se basa en que estos individuos han observado a lo largo de los años que las mujeres suelen ser más honestas, más ordenadas y más dedicadas. Evidentemente, me aclaran, no es una regla infalible, pero mejora considerablemente las estadísticas. Incluso conozco a alguien que tiene una predilección marcada por contratar madres solteras para los puestos gerenciales, ya que cuidan más a sus trabajos que cualquier otro, y suelen ser más agradecidas cuando se les presta apoyo y se les dan buenas oportunidades. 

Yo, por mi parte, evitaría contratar mujeres con tanto cuidado como evitaría a los vampiros, hombres lobo y Death-Eaters que se presentasen a la puerta de mi negocio con un curriculum perfumado. Bueno, tal vez exagero: un vampiro sería super útil como cuidador nocturno de un almacén.

Tal vez, si no me queda más remedio, (pero de verdad que tendría que ser casi casi que a nivel de amenaza legal), contrataría a una solita y la convencería de que es la reina de la oficina, la reina del arroz con pollo y la reina pepeada, y la obligaría a usar uniforme.

Que extremista, estarán diciendo. Pero mis razones son simples y están fundamentadas en múltiples observaciones que documento con cuidado en mi memoria de mujer infalible, inborrable, e inmensa. Incluso estoy en vías de desarrollar un teorema que demostrará definitivamente el número de mujeres coexistiendo en el mismo ambiente que hace falta para que una compañía entre en resonancia. Estaba a punto de demostrar mi tesis, pero mis experimentos se vieron interrumpidos por una campaña fulminante en contra de uno de los sujetos de observación.

Una mujer, aislada de la presencia tóxica de otras de su mismo género, puede ser capaz de lograr muchas cosas. Una mujer, rodeada de muchas otras, no tanto. Es preciso aclarar algo antes de continuar: la falta de inteligencia, de proactividad, de creatividad, de responsabilidad o de carácter, no se relacionan con el sexo. Existen las mismas probabilidades de que tu compañero hombre sea un idiota a que tu compañera mujer lo sea. El problema que estoy planteando es añadido a esta situación: las mujeres tenemos una desventaja adicional en el mundo laboral, porque las pocas que sirven, se terminan autoanulando al entrar en contacto con otras.

Cuando dos hombres tienen una diferencia laboral, o incluso personal, por lo general la resuelven con un gesto agresivo, un par de palabras fuertes (¿Cual es tú problema conmigo?) una mirada iracunda, y una respuesta brusca. Después de un rato, estos dos siguen hablando, y seguramente hasta se toman las cervecitas de siempre al salir. La misma situación entre dos mujeres activa un millón de mecanismos ocultos. Elucubraciones, miradas de reojo. Un correo traicionero, certero, y disfrazado de inocencia. Un memo olvidado justo en el lugar indicado para ser visto por los ojos incorrectos. Una visita a la peluquería y la mejor pinta al día siguiente, para reunirse con el jefecito. En pocas horas, se tejió una intrincada maraña de intrigas y susurros, miradas de reojo y ojitos furtivos.

Un hombre se viste para ir al trabajo. Seguramente, está pendiente de varias cosas: su comodidad, su aspecto, y la imágen de éxito que desea proyectar. Ah, y que no lo chalequeen los compañeros: no es mentira eso de que más duelen los cachos que el chaleco. A más de uno he visto abandonar una blusita medio extravagante por haber sido objeto de las más crueles y divertidas burlas durante ocho interminables horas. Una mujer también está pendiente de eso, evidentemente. Pero también está pendiente de otras cositas. Qué se pusieron sus compañeras los días anteriores puede ser una pregunta crítica, capaz de arruinarle la semana a más de una. Quien es la primera que aparece con el último grito de la moda, es otra pregunta que mantiene más de un alma en constante vilo, ya que como sabrán, la moda también es mujer y se la pasa gritando como una guacharaca loca. Y más de una termina disfrazada de guacharaca, en su afán por andar luciendo en primicia exclusiva cuanta idiotez inventan los empresarios tratando de vender mil veces el mismo producto.

La ropa y los accesorios (incluyendo el carro, y el marido en ciertas ocasiones), son un sumidero inagotable de energías femeninas, pero lamentablemente no son el único. Conozco una psicóloga que sostiene la tesis de que las mujeres usan el peso de la misma manera que los hombres el dinero. Algo parecido a lo que yo he dicho en varias ocasiones: las mujeres están constantemente midiendo al ojo por ciento cuanto ha adelgazado la otra, cuanto ha engordado, si fue que se operó o se tomó unas pepas magicas, en fin, un montón de pequeñas miserias regordetas que también consumen una buena porción de energía y tiempo productivo. 

Sin embargo, el aspecto más complicado, agotador y duro de trabajar con mujeres es la competencia. Las mujeres suelen ser exageradamente competitivas. Y no me estoy refiriendo a la competencia laboral, esa en la que los miembros de ambos sexos se arrancan las cabezas por ser los mejores profesionales, o por destacarse sobre los demás con buenas ideas o con extraordinaria eficiencia y proactividad. Me refiero a ese aspecto que Disney ilustró magistralmente en más de una de sus comiquitas: la competencia de las princesas. Esto es una verdad infalible y universal: todas las mujeres quieren ser las princesas del cuento. Les importan tres pepinos que el príncipe no exista, y son capaces de lo-que-sea, con tal de ser la más bella de la historia, la reina de la comarca, la preferida del rey. En un entorno laboral, esta competencia mágica se disfraza de competencia real, y es ahí donde se complica la cosa: de pronto, fulana y sutana no pueden trabajar juntas, mengana trabaja mal, y todas piensan que a perenceja hay que botarla a la brevedad posible. Y en realidad lo que pasa es que a fulana le saca la piedra que sutana y mengana sean más bonitas, pero fulana tiene un marido mejor que sutana y perenceja es más alta, y berengana y berenjena son futanas, y por ahí se empezó a desenrrollar una cabulla que es dificilísimo parar.

Lo más poético de todo esto, es que casi siempre, en sus intentos desbocados de aprincesarse a juro, terminan siendo las brujas de la historia. Y si el jefe es hombre, pues peor que peor, porque las tendencias gallinísticas se intensifican bárbaramente, y el cuento de hadas corre el riesgo de convertirse en una historia de terror. 

Tal vez estas situaciones fueran un poco menos dramáticas si cada mujer, al ser contratada, fuera recibida con el brochure de la empresa, su descripción de cargo, y un espejo parlante, que le dijera constantemente: "En este reino, la más bella eres tú".