Paciencia.
De acuerdo a Wiki, la paciencia es el estado de tolerancia bajo circunstancias difíciles. Esto puede significar perseverancia ante atrasos o provocaciones sin molestarse ni exasperarse, o demostrar temple bajo presión, especialmente al enfrentar dificultades a largo plazo.
En muchas religiones, la paciencia es una de las virtudes más cotizadas. Incluso hay quienes creen que hay que practicarla como un arte. Pero al parecer, en este país, estas son definiciones del pasado, sin vigencia, en las cuales ya nadie cree, al igual que los semáforos y las libertades individuales.
Veamos por ejemplo nuestro comportamiento en el supermercado. Hacemos nuestra cola, (aquellos que todavía la hacemos). La persona que está adelante coloca sus compras en la banda sin fín, y apenas la cajera toma el primer objeto y empieza a trabajar, nosotros comenzamos a colocar nuestras compras sobre la bandeja. No importa que la bandeja esté o no atiborrada de víveres, o que la cajera se confunda, o que estemos codo a codo con la persona que está delante. Al final terminamos amontonando toda nuestra compra en una pilita de 20x20 cm, porque evidentemente, fuimos más rápidos en mover la comida de un sitio a otro, que la cajera en cobrarlo, y la otra persona en pagar e irse. En una ocasión, un señor ligeramente distraido estuvo a punto de pagar también mi comida en su afán por acelerar el proceso: cuando la cajera me pidió mi tarjeta, el señor le entregó la suya, ya que toda su compra estaba prácticamente sobre la mía. Lo usual es que la persona de atrás no espere a que uno reciba el vuelto para adelantarse y empujar ligeramente con el codo y una miradita de reojo, con cierto odio. "Quítate pues".
La paciencia es una cualidad admirable en el que está detrás de uno, pero detestable en el que está adelante.
De la misma manera que hay gente que sencillamente no quiere esperar su turno, hay otras que creen que su turno es eterno, y no respetan el tiempo de los demás. Otro ejemplo de supermercado: el otro día estaba esperando en mi colita, y se acerca una muchacha con un niñito (un crío horroroso), con un pote de leche en una mano y unas galletas en la otra, y me mira con cara de becerro atropellado. La verdad es que con semejante niño tan feo y tan escandaloso, le digo que pase sin pensarlo dos veces. La cajera toma la leche y las galletas y las pasa, y en ese momento, la muchacha dice "espérate un momentito que se me olvidó algo", y se va. Regresó unos minutos después con un montón de cosas, y sin el niño, lanzó las cosas en la caja y salió corriendo a buscar al niño, que seguramente estaba a punto de ser embandejado por feo. Y luego pasó dos tarjetas diferentes porque no se acordaba de la clave, y tuvo que llamar al marido para que se la dijera. Para cuando terminó de pagar, me debatía entre odiarla a ella y sentir compasión por el pobre marido por tener que soportar a semejante par.
En una ciudad como esta, y en esta época, el tiempo es un elemento escaso y por lo tanto, súmamente valioso. Tanto para nosotros como para los que nos rodean. La mayoría de la gente quiere entrar y salir con la mayor velocidad posible de un supermercado, de una farmacia, o básicamente, de cualquier situación que requiera hacer una cola. Sin embargo, hay que entender que las actividades requieren un tiempo para ser llevadas a cabo. Sin importar que tan rápidos y ágiles seamos lanzando lechugas dentro de la cestita, o de cuanto hayamos calculado la logística, cada proceso requiere un tiempo determinado.
Hay un factor adicional a considerar: la estupidez es libre, universal, y no distingue entre razas, fronteras, edades o sexo. Y evidentemente, tampoco distingue religión, como se escucha claramente todos los domingos en la salida de las iglesias citadinas. Por lo tanto, nuestras probabilidades de cruzarnos con un idiota cada vez que pongamos un pie en la calle, son bastante altas (y para muchos, incluso dentro de su propia casa). Por lo tanto, casi siempre que salgamos a la calle vamos a tener que enfrentarnos con la muchacha que no sabe estacionar su vehículo y uno la ve con desesperación como cruza el volante hacia un lado y el otro, y vuelve a quedar exactamente en el mismo lugar. Con la señora que usa la tarjeta del cajero por segunda vez en su vida. Con el hombre de negocios maleducado que no suelta el celular y tiene a todo el mundo esperando que se digne a prestar atención. Con el viejito de 800 años que tarda dos minutos en arrancar en un semáforo que dura tres. Con el que después de hacer una cola larguísima, llega a la caja a pagar y entonces empieza a decidir qué es lo que quiere. Con la esposa que no le pasa ninguna tarjeta y tiene que llamar al marido.
La vida en esta ciudad se ha vuelto muy dura. Tal vez la cantidad de sucesos malos que nos abruman diariamente, la ausencia total de buenas noticias, la violencia que nos rodea, el colapso de todos los servicios, la escasez de alimentos e insumos, y la falta de certidumbre con respecto al futuro en el que hemos aprendido a vivir, han hecho que perdamos la empatía mínima que hace falta para poder vivir en sociedad.
Con el fin de mejorar nuestra propia vida, es prudente que comencemos a asumir nuestra propia responsabilidad social (aplicando el término correctamente) y a colaborar con los que nos rodean. Debemos ser ciudadanos considerados, y sobre todo, necesitamos recordar como tener paciencia con los más lentos, los más torpes, con los menos afortunados, y hasta con los idiotas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario