lunes, 4 de junio de 2012

Juego de niños

Caracas, valle de balas, ha sido blanco mundial de críticas en materia de seguridad durante mucho tiempo. Las estadísticas son espeluznantes. Los muertos se amontonan en las morgues, a los presos los sueltan a la calle porque no hay suficientes cárceles, (este tema es más complicado que eso pero no quiero entrar en esos deprimentes detalles), la gente se ha autoimpuesto un toque de queda en zonas perfectamente delimitadas tratando de evitar ser el número rojo de la noche. Nadie hace nada, aparte de hablar del tema, y la cuestión ha empeorado progresivamente durante los últimos quince años. Se han "puesto en práctica" veinte operativos de seguridad en este tiempo, y los resultados son desoladores. Estamos entre los países más inseguros del mundo,  y los gobiernos emiten circulares a sus ciudadanos advirtiéndoles del peligro que correrían de viajar a Venezuela. 

El tema de la inseguridad, como bien se conoce entre los venezolanos, es la razón principal que dan los que deciden (decidimos) emigrar. No es la única, pero ciertamente es una razón de peso. Muchos de los que se han ido toman la decisión el día en que los atracan o los secuestran. Otros, la toman antes tratando de evitar justamente eso. Yo confieso que fui muy afortunada, ya que nunca me atracaron ni me secuestraron. No voy a contar aquella vez en la universidad que me persiguieron dos malandros enormes hasta la puerta de mi casa para quitarme "mi mochila", la cual no tenía la más mínima intención de entregar ya que adentro tenía mi fabulosa y nuevecita HP-48G, y todas mis notas de Transferencia de calor II, elementos indispensables para no volver a ver la materia que tanto me estaba costando pasar. Claro que eso fue en otras épocas más inocentes y la amenaza provino inicialmente de un niñito con un cuchillo. Comencé a correr como una loca cuando vi de reojo que dos monstruos venían corriendo hacia mí. El problema terminó cuando tranqué la puerta de la casa: los monstruos siguieron de largo y se olvidaron de mi suculenta mochila estudiantil y de mis notas de transfe dos. Estoy segura de que este episodio no hubiera culminado tan amigablemente en estos días, pero de igual manera no lo puedo contabilizar. En dos ocasiones vi en la autopista como a alguien le quitaban el celular, una vez pensé que me habían robado el carro pero solo me lo habían remolcado (el susto fue el mismo, créanme), y una vez me robaron una Texas Instrument en la universidad. De resto, siempre tuve la grandísima fortuna de ser oyente de las historias y nunca protagonista. Me cansé de escuchar cuentos de como al amigo de este lo mataron el día de su cumpleaños, o al otro que se llevaron por semanas, o aquella fiesta a la que nunca pude ir porque secuestraron a uno de los invitados antes de que yo llegara, o la otra fiesta a la que no fui pero entraron dos coleados y atracaron a todo el mundo, o la otra que ha chocado dos veces el carro contra un muro por que se niega a llevar a los delincuentes a su casa. No quiero entrar en detalles, porque son demasiados y todos muy muy tristes, los cuentos abundan y en muchos casos son muy cercanos. Tan cercanos como mi mamá, por ejemplo, quien pasó el peor susto de su vida una noche tranquila, tempranera, después de pasarse un día riquísimo conmigo. 

El día de hoy, irónicamente, y por primera vez en mi vida, estuve presente y en primera fila en el robo a un establecimiento. Digo irónicamente porque se supone que estoy tratando de vencer a las estadísticas venezolanas. Estaba tranquilamente haciendo la cola para pagar en el automercado con mi esposo, y de pronto sentí una conmoción más adelante. La cola estaba larguísima, como es costumbre en ese sitio. Al principio, y por la reacción de la gente (una mezcla de sorpresa y disgusto), pensé que habían cerrado la caja en la que estaba haciendo la cola y que tendría que hacer una cola considerablemente más larga en una de las otras cajas abiertas. Estiré el cuello para ver que estaba pasando, y mi esposo me dijo "hmmm.... están atracando el supermercado". Pero me lo dijo con tal tranquilidad que instintivamente volteé porque pensé que estaba bromeando. Efectivamente, en mi caja había un muchacho inmenso vestido de motorizado (aquí los motorizados usan ropa muy específica, como si fueran a participar en una carrera en cualquier momento), con una capucha como los malhechores de las comiquitas, y una Beretta que blandía silenciosamente de un lado a otro. Instintivamente, mi esposo y yo retrocedimos tranquilamente y nos fuimos al fondo del supermercado. Algunas personas hicieron lo mismo, otras reaccionaron un poco más histéricamente y se fueron corriendo, y otras simplemente se quedaron ahí, estableciendo su indignada posición ante los hechos.

En cinco minutos ya el hombre había barrido con el efectivo de las cuatro cajas y con la misma rapidez y silencio con la que entró, se fue. El supermercado cerró las puertas para que no pasaran más clientes, pero a los que estábamos dentro nos permitieron pagar, lo cual hicimos con un poquito de pena ya que las pobres cajeras lloraban mientras le cobraban a la gente. Antes de que nos tocara a nosotros ya había llegado la policía y estaban tomándole declaraciones a la gente. De manera muy informal, debo aclarar.

Cuando llegamos a la casa nos conseguimos con uno de los vecinos, con quien comentamos los sucesos. Se mostró sumamente sorprendido, ya que ha vivido aquí toda su vida y es la primera vez que escucha que pase semejante barbaridad en su zona. Las exclamaciones de horror e indignación fueron abundantes, sobre todo porque aparentemente, todos en Italia conocen nuestra situación de inseguridad ("Oh! Venezuela! Pelicoroso! Dangerous!"). Y luego nos preguntó: "¿y pasaron mucho miedo?", a lo cual nosotros contestamos riéndonos: "que va, nosotros venimos de Venezuela!".

1 comentario:

Sam dijo...

calle luna calle sol