Este socialismo híbrido que nos asfixia constantemente por estos días se está filtrando por todas las rendijas de las vidas de los venezolanos. A cada paso nos estrellamos con una pared roja, con una boina roja, con un loguito rojo, que nos detienen el avance. Vivimos en la ciudad de la furia, viendo como la bendita luna se torna roja a punta de pistola. Sin embargo, todos aceptamos estos hechos con una resignación pausada y dramática, ya que de cierta forma, estamos acostumbrados a que nos digan qué hacer, y en muchos casos, hasta lo esperamos. Yo nací y crecí en la social-democracia bipolar y ligeramente esquizofrénica que nos dominó durante los famosos cuarenta años: el socialismo del "no me des, ponme donde haya".
Veamos este ejemplo, en una empresa cualquiera: alguien pide prestada un área restringida durante un rato para una actividad. Cuando finaliza, se va dejando un desastre. El resultado es que el área no se vuelve a prestar, sin excepciones, a nadie. El argumento es siempre el mismo, y seguramente todos lo habremos escuchado e incluso utilizado en alguna ocasión: "lo presté una vez y mira lo que hicieron, ¿para qué voy a volver a hacerlo?" Sin embargo, si analizamos con un poco de cuidado el caso, se está haciendo una generalización injusta para el resto de la gente que no daña las cosas, que las cuida, que es decente, y que se preocupa. "Justos pagan por pecadores", es la otra frase, catoliquísima, por demás, que se suele usar para anular totalmente los esfuerzos individuales en nombre del Mal Común. Del colectivo. De la mayoría.
Para mí, la respuesta lógica es dirigirse a la persona que cometió la falta, y tomar las acciones correctivas del caso (un reclamo, un castigo, una amonestación, un despido, un añito en la cárcel, lo que sea). La respuesta que se suele dar a este argumento es que "para qué, si todos son igualitos".
El mensaje es claro. Si acaso queda alguien decente por ahí, que se olvide: sus esfuerzos se van a ver diluidos en el lodazal de los cerdos que lo rodean. O aprende a sentarse sobre su colita ensortijada, o termina entre dos blancas tiritas de papel encerado. En dos palabras: está frito. No tiene posibilidad de mejora. No hay meritocracia que valga. No hay esfuerzo alguno que le proporcione recompensa. La consecuencia de esto es evidente: las personas decentes que quedan, ante la falta de incentivos, poco a poco irán abandonando sus prácticas de respeto y responsabilidad, y se irán alistando en las filas facilistas de los que son todos igualitos, hasta que eventualmente, no queden más seres humanos, sino puros chanchos. Si extrapolamos esto a todos los hogares, a los colegios, universidades, y empresas, no es de extrañarse el olor a grasa imperante en las calles y avenidas de nuestras ciudades.
Supongo que dentro de algún tiempo, no mucho, no será sorpresa ver a algún muchachito cruzar un semáforo cargado por hormigas, mientras que el presidente del país dá sus declaraciones amarrado en un árbol.
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