Muchos problemas, llamadas, correos, más problemas, ninguna solución, y de pronto suena un pitico.
Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Todos levantamos la mirada de nuestros monitores, a la izquierda, a la derecha. Las miradas se encuentran, pero nadie sabe de donde proviene.
El pitico se calla. Pasan unos segundos, y de nuevo: piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Mi ceja izquierda se levanta sola, sin yo darle ninguna orden. Miro a mi alrededor, y nadie se da por enterado. El pitico suena como una tetera lista para servir té hirviendo. O como para volver loco a cualquier perro. Se mete hasta el hipotálamo, taladra entre mis ojos. Mis oídos chillan desesperados, mi cerebro vibra dentro de mi caja craneana. Uno de mis ojos comienza a vibrar al ritmo de un tic nervioso del párpado.
Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Por cuarta, quinta vez.
Me levanto y busco la fuente del sonido, esperando encontrar alguna alarma contra incendios activada, y descubro que lo que está sonando es el teléfono de mi vecino de escritorio. Con un ataque de histeria controlado, aprieto cualquier botón para que deje de sonar, abro una de las gavetas de su escritorio, y lo lanzo dentro, con la fuerza mínima para probar mi punto sin destrozar el aparatico.
A los 10 segundos llega mi vecino de puesto y busca su teléfono por todas partes. Al no encontrarlo, se disgusta, y pregunta por su aparatico infernal. Con la ceja izquierda aún levantada, le digo que revise su gaveta. Y le sugiero que si no quiere saber como suena una tetera bajo el agua, que busque un ring-tone más agradable, o que cargue su teléfono encima cuando se vaya a pasillear por la oficina. Mi vecino arma un berrinche, argumentando que no hay ring-tone que nos agrade a todos.
Excelente argumento. Siempre y cuando no tomemos en cuenta que sus ring-tones anteriores fueron tres reagettones, un perro bipolar ladrando, el intro del Chavo del Ocho, y las campanitas desaforadas de los heladeros de Efe de los ochenta. Todos en el máximo volúmen del celular, en un estado de abandono total sobre el escritorio, sonando 120 veces al día mientras el dueño se pasea muy lejos de la cacofonía móvil que se produce en su puesto.
Acotemos que este vecino no es el único que suele practicar este deporte. Las niñas de telemárketing, al otro lado de mi vidrio, suelen obviar el atorrante riiiinriiiiiin de sus auriculares durante muchísmos minutos. Los chicos más allá suelen subir el repique a sus teléfonos fijos para poder conversar en otros escritorios, y estar simultáneamente atentos a cualquier llamada de la jefa.
Siento un tirón en mi ceja izquierda. El músculo está tenso y ya no lo puedo devolver a su posición original, al menos por un buen rato. Mi ceja derecha comienza a vibrar, lo cual normalmente es señal de problemas. Sin pensarlo mucho, me pongo de pie, con una mano en la cintura, el pie derecho en el suelo y el izquierdo recogido sobre la silla, como un flamenco mayamero, y lo miro con absoluto desprecio, mientras el vecino sigue argumentando: "no hay ningún tono que les guste!".
Miro mi monitor, llenito de quejas de mis clientes producto de las magníficas decisiones de mi gobierno local, y lo vuelvo a mirar a él, con la cejita izquierda más arqueada que nunca, y le digo: "si lo que necesitas es un aparato que reciba mensajes, entonces ponlo en el volumen mínimo o lo pones a vibrar. Si necesitas hablar con tus clientes, entonces CARGALO ENCIMA".
El enano siniestro se me queda viendo con odio, y empieza a protestar porque la semana pasada alguien le puso una cuchara usada sobre su mesa. Lo miro con impaciencia, lo interrumpo en medio de su absurdo argumento, y le digo: "mira, yo estoy de acuerdo contigo que la cuchara sobre tu escritorio es una falta de respeto, y por eso mismo, tú sabes que es una falta de respeto que dejes tu celular en el máximo volumen sonando sobre tu escritorio".
La ceja izquierda, casi a punto de estallar en mil pelos, lo amenza hasta el punto en que decide dejar la discusión hasta ahí. Es enano pero no bruto. Evidentemente intimidado, recoje sus quejas de minoría étnica hasta donde puede, pero le baja el volúmen al aparatico infernal.
Hoy, de camino a mi casa, me compré una magnífica mandarria, con el mango de madera. También compré un tobito.
Mañana voy a llegar como todos los días. Después de mi hora y veinte de cola (gracias a los hermanos Metelapata de la Lagunita que eliminaron el pico y placa), procederé a prender mi computadora, a sacar mi sanduchito, y a leer mi periódico mientras el día comienza. Pero esta vez, la presencia de un tobo de agua y una brillante mandarria ensombrecerán las aspiraciones de Latinoamerican Idol de todos los celulares que queden abandonados por ahí.
Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Todos levantamos la mirada de nuestros monitores, a la izquierda, a la derecha. Las miradas se encuentran, pero nadie sabe de donde proviene.
El pitico se calla. Pasan unos segundos, y de nuevo: piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Mi ceja izquierda se levanta sola, sin yo darle ninguna orden. Miro a mi alrededor, y nadie se da por enterado. El pitico suena como una tetera lista para servir té hirviendo. O como para volver loco a cualquier perro. Se mete hasta el hipotálamo, taladra entre mis ojos. Mis oídos chillan desesperados, mi cerebro vibra dentro de mi caja craneana. Uno de mis ojos comienza a vibrar al ritmo de un tic nervioso del párpado.
Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Por cuarta, quinta vez.
Me levanto y busco la fuente del sonido, esperando encontrar alguna alarma contra incendios activada, y descubro que lo que está sonando es el teléfono de mi vecino de escritorio. Con un ataque de histeria controlado, aprieto cualquier botón para que deje de sonar, abro una de las gavetas de su escritorio, y lo lanzo dentro, con la fuerza mínima para probar mi punto sin destrozar el aparatico.
A los 10 segundos llega mi vecino de puesto y busca su teléfono por todas partes. Al no encontrarlo, se disgusta, y pregunta por su aparatico infernal. Con la ceja izquierda aún levantada, le digo que revise su gaveta. Y le sugiero que si no quiere saber como suena una tetera bajo el agua, que busque un ring-tone más agradable, o que cargue su teléfono encima cuando se vaya a pasillear por la oficina. Mi vecino arma un berrinche, argumentando que no hay ring-tone que nos agrade a todos.
Excelente argumento. Siempre y cuando no tomemos en cuenta que sus ring-tones anteriores fueron tres reagettones, un perro bipolar ladrando, el intro del Chavo del Ocho, y las campanitas desaforadas de los heladeros de Efe de los ochenta. Todos en el máximo volúmen del celular, en un estado de abandono total sobre el escritorio, sonando 120 veces al día mientras el dueño se pasea muy lejos de la cacofonía móvil que se produce en su puesto.
Acotemos que este vecino no es el único que suele practicar este deporte. Las niñas de telemárketing, al otro lado de mi vidrio, suelen obviar el atorrante riiiinriiiiiin de sus auriculares durante muchísmos minutos. Los chicos más allá suelen subir el repique a sus teléfonos fijos para poder conversar en otros escritorios, y estar simultáneamente atentos a cualquier llamada de la jefa.
Siento un tirón en mi ceja izquierda. El músculo está tenso y ya no lo puedo devolver a su posición original, al menos por un buen rato. Mi ceja derecha comienza a vibrar, lo cual normalmente es señal de problemas. Sin pensarlo mucho, me pongo de pie, con una mano en la cintura, el pie derecho en el suelo y el izquierdo recogido sobre la silla, como un flamenco mayamero, y lo miro con absoluto desprecio, mientras el vecino sigue argumentando: "no hay ningún tono que les guste!".
Miro mi monitor, llenito de quejas de mis clientes producto de las magníficas decisiones de mi gobierno local, y lo vuelvo a mirar a él, con la cejita izquierda más arqueada que nunca, y le digo: "si lo que necesitas es un aparato que reciba mensajes, entonces ponlo en el volumen mínimo o lo pones a vibrar. Si necesitas hablar con tus clientes, entonces CARGALO ENCIMA".
El enano siniestro se me queda viendo con odio, y empieza a protestar porque la semana pasada alguien le puso una cuchara usada sobre su mesa. Lo miro con impaciencia, lo interrumpo en medio de su absurdo argumento, y le digo: "mira, yo estoy de acuerdo contigo que la cuchara sobre tu escritorio es una falta de respeto, y por eso mismo, tú sabes que es una falta de respeto que dejes tu celular en el máximo volumen sonando sobre tu escritorio".
La ceja izquierda, casi a punto de estallar en mil pelos, lo amenza hasta el punto en que decide dejar la discusión hasta ahí. Es enano pero no bruto. Evidentemente intimidado, recoje sus quejas de minoría étnica hasta donde puede, pero le baja el volúmen al aparatico infernal.
Hoy, de camino a mi casa, me compré una magnífica mandarria, con el mango de madera. También compré un tobito.
Mañana voy a llegar como todos los días. Después de mi hora y veinte de cola (gracias a los hermanos Metelapata de la Lagunita que eliminaron el pico y placa), procederé a prender mi computadora, a sacar mi sanduchito, y a leer mi periódico mientras el día comienza. Pero esta vez, la presencia de un tobo de agua y una brillante mandarria ensombrecerán las aspiraciones de Latinoamerican Idol de todos los celulares que queden abandonados por ahí.
4 comentarios:
Perdon vane, no puedo identificarme con tu entrada. En verdad no puedo ni siquiera concentrarme en leerla ya que la cabrona diseñadora que se encuentra sentada al lado de mi puesto le parece comico ponerle a la otra diseñadora todos sus tonos uno por uno.
es cierto, la funcionalidad de el tono previene que a uno le guste mucho, especialmente cuando se oye todo el dia. Este es el caso de la corneta del carro, esta hecha para molestar, ese es su uso.
el problema amigos, es el "maldito" abuso!!!
que paso con el silencio? con ese bello silencio que te deja pensar y realizar todas tus tareas y quehaceres.
la diseñadora que no se quien es esta peor que tu, no la pagues con el compañerito, digo perque es bajito, con todos los que te rodean por culpa de tu problema trafikil, incluyendo el pico y pala.......voy a tener que hablar con capriles r. y papachongo chacaense....m...
Por favor tomale fotos a los celulares que caigan en tus manos!
Creo que seria un poco de Justicia Divina administrada en forma local y por dosis!
En la oficina, los ringtones son más o menos discretos (excepto uno que tiene la musiquita de pac-man... y se tolera). Con todo y eso, remedamos los tonos, tarareamos con sarcasmo cuando suenan.
Esas musiquitas infernales -todas- desesperan. No puedo ni empezar a imaginar lo que sufres.
El último comentario es genial. Una galería de destrucción de teléfonos. Un proyecto artístico-catártico, derechito para el salón Pirelli.
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