Hace calor y no hay suficiente ventilación en el área en la que me encuentro. Sentada diagonalmente a mí hay una mujer gorda, que se quitó los zapatos y puso unos pies amarillentos, regordetes y ligeramente sucios sobre el asiento del frente. Se toca la frente grasienta y se seca una gota de sudor que rueda lentísimo. Veo la hora: aún falta una hora y media para llegar.
Me pregunto si aguantaré, si no colapsaré antes de que el barco atraque en el puerto, si no armaré otra de las mías, de las que me caracterizan y en las que nadie me acompaña nunca.
No tengo papel, así que escribo en el reverso de una factura que previamente usaba como marcalibros. Las luces están apagadas en un intento futil de reducir el calor, así que no veo muy bien lo que escribo, pero no me importa. Francamente, ya nada me importa mucho.
Miro a mi alrededor: veo los rostros impávidos y brillanes, las personas se revuelven con brusquedad en sus asientos, incómodas, calientes, mirando al vacío con expresión vacuna. Ninguno se queja.
Varios bebés lloran a mi alrededor, sofocados. Ellos todavía conservan la voluntad de protestar, el sistema no ha tenido tiempo de arrancárselas. Se acaban las pilas de mi reproductor de música, y con eso, pierdo el último recurso para evadir la realidad. La señora del asiento de atrás vuelve a estirarse con un movimiento exagerado de su mano derecha y me golpea nuevamente en la cabeza. Siento la sangre agolparse en mis sienes, siento la furia y la rebelión conjugándose en contra de este abuso terrible, y me veo a mi misma desde afuera, en cámara lenta, alejándome poco a poco de la persona decente que me enseñaron a ser, como un espectador en una extraña película. Me llevo las manos a los ojos y respiro profundamente, una, dos, tres veces.
Me pongo de pie y doy una vuelta, pero el panorama es el mismo en todo el barco. Una mujer camina descalza por el pasillo, con el rostro sombrío y amenazador, en unos pantalones negros cortos, una camisa atigrada, y una ridícula boina de lentejuelas que se aferra precariamente a su pelo grasoso. Me mira con odio cuando paso a su lado. Una señora mayor me mira asustada y se aferra a su cartera.
Vuelvo a mi puesto y me vuelvo a sentar. Otra gota se desprende de la frente de la señora gorda de los pies sucios, y baja lentamente hasta su cuello, donde se pierde en una enorme mancha de salsa de tomate en el hombro de su camisa.
Me siento nuevamente y una lágrima puja por salir, pero le niego el derecho. Quiero gritar, quiero escaparme quiero insultar a alguien, quiero encontrar al culpable, quiero indemnización, quiero que al menos alguien se acerque y me de una explicación, que me pidan perdón. Pero pasan los minutos, arrastrándose lentamente, y nadie viene.
Me pregunto si aguantaré, si no colapsaré antes de que el barco atraque en el puerto, si no armaré otra de las mías, de las que me caracterizan y en las que nadie me acompaña nunca.
No tengo papel, así que escribo en el reverso de una factura que previamente usaba como marcalibros. Las luces están apagadas en un intento futil de reducir el calor, así que no veo muy bien lo que escribo, pero no me importa. Francamente, ya nada me importa mucho.
Miro a mi alrededor: veo los rostros impávidos y brillanes, las personas se revuelven con brusquedad en sus asientos, incómodas, calientes, mirando al vacío con expresión vacuna. Ninguno se queja.
Varios bebés lloran a mi alrededor, sofocados. Ellos todavía conservan la voluntad de protestar, el sistema no ha tenido tiempo de arrancárselas. Se acaban las pilas de mi reproductor de música, y con eso, pierdo el último recurso para evadir la realidad. La señora del asiento de atrás vuelve a estirarse con un movimiento exagerado de su mano derecha y me golpea nuevamente en la cabeza. Siento la sangre agolparse en mis sienes, siento la furia y la rebelión conjugándose en contra de este abuso terrible, y me veo a mi misma desde afuera, en cámara lenta, alejándome poco a poco de la persona decente que me enseñaron a ser, como un espectador en una extraña película. Me llevo las manos a los ojos y respiro profundamente, una, dos, tres veces.
Me pongo de pie y doy una vuelta, pero el panorama es el mismo en todo el barco. Una mujer camina descalza por el pasillo, con el rostro sombrío y amenazador, en unos pantalones negros cortos, una camisa atigrada, y una ridícula boina de lentejuelas que se aferra precariamente a su pelo grasoso. Me mira con odio cuando paso a su lado. Una señora mayor me mira asustada y se aferra a su cartera.
Vuelvo a mi puesto y me vuelvo a sentar. Otra gota se desprende de la frente de la señora gorda de los pies sucios, y baja lentamente hasta su cuello, donde se pierde en una enorme mancha de salsa de tomate en el hombro de su camisa.
Me siento nuevamente y una lágrima puja por salir, pero le niego el derecho. Quiero gritar, quiero escaparme quiero insultar a alguien, quiero encontrar al culpable, quiero indemnización, quiero que al menos alguien se acerque y me de una explicación, que me pidan perdón. Pero pasan los minutos, arrastrándose lentamente, y nadie viene.
5 comentarios:
nice, pero dejame adivinar, estabas relatando un viaje en el ferry ??? porque puedo jurar que me paso exactamente lo mismo!!!
Brillante, cumpleañera.
"los rostros impávidos y brillanes", la gota de sudor, las manos a los ojos, el reverso de la factura, la lágrima que puja por salir. Delicioso. Excelente.
dp./
La próxima vez compra el ticket para el Margarita Express. Ahí al menos el calor es menor y hubieses evitado la gota.
Heishiro
Yo estaba en el Margarita Express...
eso parece como ir a ikea.. =)
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