Esto que les voy a contar a continuación sucedió de verdad. Es posible que nadie me crea, excepto algunos involucrados directamente en el asunto, y alguno que otro que lo haya vivido en carne propia. Estoy segura de que mi familia y amigos no me creen del todo y piensan que exagero para darle un toque tragicómico a mi vida.
Lo cierto es que hace algún tiempo, y al mejor estilo Dilbert, yo tuve un jefe estrambótico y altamente ignorante que creía fielmente en los libros de autoayuda. Con el terrible inconveniente de que los tomaba de una forma absolutamente literal.
El hombre en cuestión era una amenaza corporativa: en cuestión de meses devastó las ganancias de la empresa y logró que todos los empleados lo odiaran; aún más, logró que su equipo, que por lo general no llegaba a un acuerdo ni para un aumento de sueldo, juntaran las cabezas para formar un plan maquiavélico en su contra. Pero esa es otra historia.
En general, no había libro de mejoramiento personal que estuviera a salvo: desde Og Mandino para acá, sin dejar de lado a Paulo Cohelo y a Deepak, pasó por todo. Y nos arrastró a nosotros en ese torbellino de utopías experimentales, incluyendo en una ocasión dinosaurios de plástico y globos de colores atados a las computadoras. Los siete hábitos eran como un himno, aunque creo que no se leyó el libro y se conformó con un resumen de internet. La quinta disciplina era mencionada con frecuencia, aunque solo el título ya que el tema se le hacía complicadísimo.
Temblábamos cuando veíamos un librito nuevo en sus manitas: eso vaticinaba extrañas ideas que indefectiblemente terminarían con el despido de alguien que "se resistía al cambio". Una vez compró 15 libritos de esos del queso y nos los colocó sobre los escritorios, con órdenes estrictas de leerlos y resumirlos para una "discusión grupal" a realizarse una semana después. De más está decir que nadie se leyó nada, y que hubo que postponer la discusión dos veces, hasta que tres del grupo decidimos acabar con la miseria del resto y, sospechando que el libro hablaba de la resistencia al cambio (lo decía en la parte de atrás), empezamos a argumentar con una serie de clichés a favor del cambio durante 10 minutos hasta que el amigo en cuestión se aburrió y se fue con una sonrisa satisfecha.
En otra ocasión se apareció con una idea fabulosa que había tomado de un librito barato de casos empresariales. Expuso su idea a sus fans indiscutibles, esos que no le dicen que no a nada (todo jefe por más malo que sea cuenta con al menos dos), y luego, envalentonado por la maravillosa recepción, salió feliz a comunicarlo al resto del departamento. La idea, y tomen nota gerentes del mundo, consistía en ofrecer una serie de recompensas económicas para incentivar el cuidado personal, específicamente, el peso. La empresa nos financiaría la inscripción a un gimnasio (seleccionado por él, y el mismo para todo el mundo) y al final del semestre nuestras comisiones se verían afectadas por la cantidad de kilos que rebajáramos. En un departamento donde 80% del personal es femenino, (lo que equivale a decir que es exageradamente competitivo y delicado con el tema), y el 20% masculino contaba con considerable sobrepeso, podríamos decir que la idea no tuvo la recepción que él esperaba. Las chicas flacas se quejaron: a lo sumo podrían rebajar 2 o 3 kilos, mientras que las gordas se ofendieron: acaso les estaba insinuando que para trabajar ahí había que estar delgadas? Las personas más mayores se molestaron, y en general todos estaban de acuerdo que el acuerdo era desequilibrado y ofrecía mayores beneficios a los obesos. En pocos minutos todo el departamento estaba gritando y pasaron varias horas antes de que se calmaran.
Por esos mismos días, y en vista de que ninguna de sus ideas era bien recibida, o mejor dicho, recibida de ninguna manera, decidió hacer una de esas terribles excursiones corporativas, también llamadas extra-muros, o preludio de una botazón. Esas salidas donde todos salen con cara de sueño en un autobus tempranero a algún lugar de tranquilidad espiritual, y regresan de una de dos formas: henchidos de amor por sus compañeros de trabajo, burbuja que se explota apenas pasan por la puerta de la oficina al día siguiente, o detestándolos más que nunca. Organizadas siempre por pseudo-psicólogos (suelen ser tan malos que terminaron haciendo eso), son empleadas por las empresas para detectar a las manzanitas podridas y sacarlas del montón limpiamente antes de que produzcan más daño. En nuestro caso, las salidas tuvieron nombre, (fueron tres), y era "todos amemos al jefe". Yo las odiaba.
En una de las excursiones, la más memorable, los maravillosos psicólogos hicieron un ejercicio que casi nos cuesta el puesto a todos. La idea era poner una mano sobre la persona que más identificábamos con la cualidad que ellos recitaban. Las cualidades las decían rápido, para que no tuvieramos tiempo de pensar. Comenzaron con cosas superficiales como "a quien llamarías para hacer una fiesta", "a quien llamarías para que cocine", y de pronto soltaron la bomba: "a quien llamarías para que sea tu jefe", y soooosh. De pronto, sentí que mi cabeza se llenaba de sangre, y miré por el rabillo del ojo a mi alrededor. Las manos se ubicaban básicamente en mi mejor amiga y en mi, algunas otras en otras personas, y el jefe tenía sus manos en mi amiga, pero no tenía ninguna mano en él. Mi amiga y yo nos tocamos una a la otra, y cuando nos dimos cuenta de lo que había pasado, susurramos, casi al mismo tiempo: tú crees que sea muy tarde para cambiar? De más está decir que la cara del hombre superaba a la de la pobre vaca cuando todo el mundo le echó la culpa de que no hubiera leche. De esa gracia salieron dos botados, porque se resistieron al cambio.
Tuve que pasar por dos infiernos similares antes de que la guillotina corporativa cayera inexorablemente sobre la cabeza del individuo. Todas con los mismos psicólogos cursis que insistían en hacernos llorar con musiquita de Enya y evocando nuestros más tristes recuerdos. Nada como una buena llorada para compenetrar a un equipo.
Lo cierto es que hace algún tiempo, y al mejor estilo Dilbert, yo tuve un jefe estrambótico y altamente ignorante que creía fielmente en los libros de autoayuda. Con el terrible inconveniente de que los tomaba de una forma absolutamente literal.
El hombre en cuestión era una amenaza corporativa: en cuestión de meses devastó las ganancias de la empresa y logró que todos los empleados lo odiaran; aún más, logró que su equipo, que por lo general no llegaba a un acuerdo ni para un aumento de sueldo, juntaran las cabezas para formar un plan maquiavélico en su contra. Pero esa es otra historia.
En general, no había libro de mejoramiento personal que estuviera a salvo: desde Og Mandino para acá, sin dejar de lado a Paulo Cohelo y a Deepak, pasó por todo. Y nos arrastró a nosotros en ese torbellino de utopías experimentales, incluyendo en una ocasión dinosaurios de plástico y globos de colores atados a las computadoras. Los siete hábitos eran como un himno, aunque creo que no se leyó el libro y se conformó con un resumen de internet. La quinta disciplina era mencionada con frecuencia, aunque solo el título ya que el tema se le hacía complicadísimo.
Temblábamos cuando veíamos un librito nuevo en sus manitas: eso vaticinaba extrañas ideas que indefectiblemente terminarían con el despido de alguien que "se resistía al cambio". Una vez compró 15 libritos de esos del queso y nos los colocó sobre los escritorios, con órdenes estrictas de leerlos y resumirlos para una "discusión grupal" a realizarse una semana después. De más está decir que nadie se leyó nada, y que hubo que postponer la discusión dos veces, hasta que tres del grupo decidimos acabar con la miseria del resto y, sospechando que el libro hablaba de la resistencia al cambio (lo decía en la parte de atrás), empezamos a argumentar con una serie de clichés a favor del cambio durante 10 minutos hasta que el amigo en cuestión se aburrió y se fue con una sonrisa satisfecha.
En otra ocasión se apareció con una idea fabulosa que había tomado de un librito barato de casos empresariales. Expuso su idea a sus fans indiscutibles, esos que no le dicen que no a nada (todo jefe por más malo que sea cuenta con al menos dos), y luego, envalentonado por la maravillosa recepción, salió feliz a comunicarlo al resto del departamento. La idea, y tomen nota gerentes del mundo, consistía en ofrecer una serie de recompensas económicas para incentivar el cuidado personal, específicamente, el peso. La empresa nos financiaría la inscripción a un gimnasio (seleccionado por él, y el mismo para todo el mundo) y al final del semestre nuestras comisiones se verían afectadas por la cantidad de kilos que rebajáramos. En un departamento donde 80% del personal es femenino, (lo que equivale a decir que es exageradamente competitivo y delicado con el tema), y el 20% masculino contaba con considerable sobrepeso, podríamos decir que la idea no tuvo la recepción que él esperaba. Las chicas flacas se quejaron: a lo sumo podrían rebajar 2 o 3 kilos, mientras que las gordas se ofendieron: acaso les estaba insinuando que para trabajar ahí había que estar delgadas? Las personas más mayores se molestaron, y en general todos estaban de acuerdo que el acuerdo era desequilibrado y ofrecía mayores beneficios a los obesos. En pocos minutos todo el departamento estaba gritando y pasaron varias horas antes de que se calmaran.
Por esos mismos días, y en vista de que ninguna de sus ideas era bien recibida, o mejor dicho, recibida de ninguna manera, decidió hacer una de esas terribles excursiones corporativas, también llamadas extra-muros, o preludio de una botazón. Esas salidas donde todos salen con cara de sueño en un autobus tempranero a algún lugar de tranquilidad espiritual, y regresan de una de dos formas: henchidos de amor por sus compañeros de trabajo, burbuja que se explota apenas pasan por la puerta de la oficina al día siguiente, o detestándolos más que nunca. Organizadas siempre por pseudo-psicólogos (suelen ser tan malos que terminaron haciendo eso), son empleadas por las empresas para detectar a las manzanitas podridas y sacarlas del montón limpiamente antes de que produzcan más daño. En nuestro caso, las salidas tuvieron nombre, (fueron tres), y era "todos amemos al jefe". Yo las odiaba.
En una de las excursiones, la más memorable, los maravillosos psicólogos hicieron un ejercicio que casi nos cuesta el puesto a todos. La idea era poner una mano sobre la persona que más identificábamos con la cualidad que ellos recitaban. Las cualidades las decían rápido, para que no tuvieramos tiempo de pensar. Comenzaron con cosas superficiales como "a quien llamarías para hacer una fiesta", "a quien llamarías para que cocine", y de pronto soltaron la bomba: "a quien llamarías para que sea tu jefe", y soooosh. De pronto, sentí que mi cabeza se llenaba de sangre, y miré por el rabillo del ojo a mi alrededor. Las manos se ubicaban básicamente en mi mejor amiga y en mi, algunas otras en otras personas, y el jefe tenía sus manos en mi amiga, pero no tenía ninguna mano en él. Mi amiga y yo nos tocamos una a la otra, y cuando nos dimos cuenta de lo que había pasado, susurramos, casi al mismo tiempo: tú crees que sea muy tarde para cambiar? De más está decir que la cara del hombre superaba a la de la pobre vaca cuando todo el mundo le echó la culpa de que no hubiera leche. De esa gracia salieron dos botados, porque se resistieron al cambio.
Tuve que pasar por dos infiernos similares antes de que la guillotina corporativa cayera inexorablemente sobre la cabeza del individuo. Todas con los mismos psicólogos cursis que insistían en hacernos llorar con musiquita de Enya y evocando nuestros más tristes recuerdos. Nada como una buena llorada para compenetrar a un equipo.
1 comentario:
Yo tuve una experiencia similar, en cuanto a la reunión esa extramuros.
En nuestro caso la mas peligrosa actividad de todas fué una donde todos nos teníamos que meter en un cuadro hecho con tirro. Y cada vez que lo lográbamos hacían el cuadro mas pequeño.
Estuvimos cerca de la muerte cuando el cuadro llegó como a 50x50cms. Recuerdo que los mas gordos nos colocamos en la parte inferior abrazados, y todo el resto del personal comenzó a treparse en nosotros cual mata e mango.
En esa época ya habían pasado el Cirque du Soleil varias veces en A&E, así que estábamos familiarizados con el proceso, al menos teóricamente.
Fuimos 4 en la parte inferior. En la oficina habían 12 personas. La caida fué grotesca, sin embargo hubo risas que disminuyeron el dolor en unos, y la indignación en otros.
Al final la reunión, considero, que si resultó beneficiosa. Al menos cuando la empresa la vendieron a los otros socios y veíamos como se iba despedazando poco a poco, sentíamos lástima por los que se iban durante el proceso, y recordábamos con mucho amor el olor de sus pies, axilas, y orificios en general que conocimos en nuestra torre humana.
Heishiro
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